Lectio Divina Jueves XV del Tiempo Ordinario A. Tú eres, Señor, la fuente de la vida.
Yo te alabo,
Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has revelado los misterios del
Reino a la gente sencilla.
Jeremías 2,1-3. 7-8.12-13 Salmo 35 Mateo
13,10-17
LECTIO
PRIMERA LECTURA
Del libro del profeta Jeremías 2,1-3. 7-8.12-13
En aquel tiempo, me habló el Señor y me dijo: “Ve y grita a los
oídos de Jerusalén: 'Esto dice el Señor: Aún recuerdo el cariño de tu juventud
y tu amor de novia para conmigo, cuando me seguías por el desierto, por una
tierra sin cultivo.
Israel estaba consagrado al Señor como primicia de su cosecha.
Quien se atrevía a comer de ella, cometía un delito y la desgracia caía sobre
él. Yo los traje a ustedes a una tierra de jardines, para que comieran de sus
excelentes frutos. Pero llegaron y profanaron mi tierra, convirtieron mi
heredad en algo abominable.
Los sacerdotes ya no hablan de Dios y los doctores de la ley no me
conocen, los pastores han profetizado en nombre de Baal y adoran a los ídolos.
Espántense, cielos, de ello, horrorícense y pásmense -palabra del
Señor-, porque dos maldades ha cometido mi pueblo: me abandonaron a mí,
manantial de aguas vivas, y se hicieron cisternas agrietadas, que no retienen
el agua'”.
Palabra de Dios.
R./ Te alabamos, Señor.
La palabra que el Señor confía a Jeremías para que la transmita
tiene aquí la forma de una requisitoria severa y apasionada, en la que YHWH
pone a Israel frente a sus propias responsabilidades y le pide cuentas de su infidelidad
a la alianza. Dios tiene presente en el corazón y en la mente el tiempo del
Éxodo y de la estancia en el desierto, un tiempo idílico de comunión, en el que
el pueblo respondía con docilidad y obediencia a su amor absoluto (v. 2). Por
su parte, Dios ha tutelado de todos los modos posibles a Israel, su propiedad (v.
3), y, fiel a la promesa, lo guió a la rica y fértil tierra de Canaán (v. 7a).
El cambio de actitud del pueblo motiva la acusación: una vez en
sitio seguro, Israel abandonó a su Dios; su pecado ha profanado la tierra que
habita y que es santa por ser de Dios (v. 7b). Es extraordinariamente grave que
los guías del pueblo (sacerdotes, reyes, profetas) hayan sido los primeros en
traicionar la alianza volviéndose a los ídolos. Toda la creación está llamada a
ser testigo de un hecho tan absurdo: aunque el pueblo ha experimentado la
plenitud de vida en la comunión con el Dios vivo, lo abandona ahora prefiriendo
a los ídolos.
Es el mismo estúpido dramatismo de quien, sediento, en vez de
dirigirse a la fuente de agua viva, prefiere ponerse a excavar aljibes que, al
agrietarse, acaban por perder el agua que retenían (vv. 12ss).
SALMO RESPONSORIAL
(SAL 35)
R./ Tú eres, Señor, la fuente de la vida.
L. Señor, tu misericordia es tan grande como el cielo y tu
fidelidad, como desde la tierra hasta las nubes. Más grande que las montañas es
tu justicia y tus sentencias son como el océano inmenso.
R./ Tú eres, Señor, la fuente de la vida.
L. Señor, qué inapreciable es tu misericordia. Los seres humanos
se acogen a la sombra de tus alas, se nutren de lo más sabroso de tu casa y tú
les das a beber el torrente de tus delicias.
R./ Tú eres, Señor, la fuente de la vida.
L. Porque tú eres, Señor, la fuente de la vida y tu luz nos hace
ver la luz. Prolonga tu misericordia con los que te reconocen y tu justicia con
los rectos de corazón.
R./ Tú eres, Señor, la fuente de la vida.
ACLAMACIÓN antes del Evangelio (Cfr. Mt 11, 25)
R./Aleluya, aleluya.
Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has
revelado los misterios del Reino a la gente sencilla.
R./Aleluya, aleluya.
+ EVANGELIO según san Mateo 13,10-17
En aquel tiempo, se acercaron a Jesús sus discípulos y le
preguntaron: “¿Por qué les hablas en parábolas?”. Él les respondió: “A ustedes
se les ha concedido conocer los misterios del Reino de los cielos; pero a ellos
no. Al que tiene se le dará más y nadará en la abundancia; pero al que tiene
poco, aun eso poco se le quitará. Por eso les hablo en parábolas, porque viendo
no ven y oyendo no oyen ni entienden.
En ellos se cumple aquella profecía de Isaías que dice: Ustedes
oirán una y otra vez y no entenderán; mirarán y volverán a mirar, pero no
verán; porque este pueblo ha endurecido su corazón, ha cerrado sus ojos y
tapado sus oídos, con el fin de no ver con los ojos ni oír con los oídos, ni
comprender con el corazón. Porque no quieren convertirse ni que yo los salve.
Pero, dichosos ustedes, porque sus ojos ven y sus oídos oyen. Yo les aseguro
que muchos profetas y muchos justos desearon ver lo que ustedes ven y no lo
vieron y oír lo que ustedes oyen y no lo oyeron”.
Palabra del Señor.
R./ Gloria a ti, Señor Jesús.
Al comienzo del largo «sermón en parábolas», inserta Mateo la
pregunta sobre el «porqué» de las parábolas y del rechazo de la Palabra de
Jesús por parte de Israel. Era ésta una pregunta importante para los cristianos
de las primeras comunidades, que, por una parte, se encontraban frente a la
necesidad de explicar e interpretar un tipo de anuncio que se había vuelto
inaccesible de manera inmediata y, por otra, sufrían la oposición y el
escándalo del pueblo elegido, que, en una gran parte, no había acogido al
Mesías. La respuesta parte del reconocimiento de la antítesis aparecida ya en
la parábola del sembrador: hay quien se muestra disponible y quien, por el
contrario, ofrece resistencia a la Palabra de Jesús. La diferente disposición
interior establece la diferencia entre el «ver» y el «oír»: conversión y
consecuente bienaventuranza para los unos, incomprensión y exclusión del don
para los otros. El texto profético de Is 6,9ss, en el que Dios anuncia al
profeta los obstáculos que encontrará en el ejercicio de su misión, da razón de
lo que antes Jesús y después la Iglesia tendrán que vivir. Si bien el lenguaje
semítico refiere a Dios la causa primera de los acontecimientos, no es
ciertamente él quien determina la docilidad y la dureza del corazón. El hombre
está llamado a asumir en primera persona la responsabilidad de su propia
elección frente a la Palabra que hoy se le dirige, puesto que hoy es el tiempo favorable
para la salvación (cf. 2 Cor 6,2).
MEDITATIO
No es difícil ver, si miramos alrededor, cuántas relaciones
superficiales existen. Y no sólo las de «conveniencia», en las que apenas se
intercambian el saludo o dos palabras sobre el tiempo o sobre el partido de
fútbol, sino también en otras que son fundamentales: entre marido y mujer,
entre padres e hijos, entre personas que comparten una misma opción religiosa,
existencial...
Vemos relaciones sin raíces profundas, que terminan. Y estaría
bien que nos preguntáramos por qué resulta tan difícil embarcarse en un
compromiso que dure toda la vida. La Palabra del Señor nos propone
hoy que miremos dentro de nuestro corazón, que lo toquemos,
que verifiquemos la disponibilidad que tiene para hacer un esfuerzo e ir más
allá de la superficialidad; también en nuestra relación con el Señor. De manera
diferente, nos escapa el sentido de lo que vivimos, y puede pasarnos que seamos
como los judíos, que, por no mostrarse disponibles a comprometerse a fondo con
el Señor, rechazaban su amor vivificante por cultos de muerte.
Resulta paradójico, pero tal vez no alejado de nuestra experiencia,
que -estando hambrientos de amor- no veamos a Dios, que es amor, y no
escuchemos en serio su Palabra; que -estando desorientados por el vacío y la falta
de sentido del vivir- cerremos los ojos y los oídos frente a quien nos da
testimonio de Dios como verdad y como vida. Toquemos nuestro corazón: todavía
estamos a tiempo de convertirnos.
ORATIO
Es verdad, Señor, a veces soy precisamente un holgazán. El empleo
de productos de todo tipo «listos para usar» me ha acostumbrado al «todo
fácil», al «todo enseguida», y me he convencido de que también en las cosas del
espíritu funcionan las cosas así. Confieso, Señor, que he preferido las muchas
palabras brillantes, aunque inconsistentes, proclamadas por el charlatán de
turno, a tus palabras, duras de comprender, pero vivificantes. También yo he
pensado que la fe en ti era una baratija infantil, una baratija que hemos de
conservar en el desván, metida en el baúl de los viejos recuerdos...
Perdóname, Señor, no he comprendido nada. Sostén en mí el deseo de
convertirme a ti: necesito unos ojos limpiados por la fe y unos oídos que no se
confundan entre tantos sonidos, sino que sepan distinguir tu voz.
Necesito sobre todo, Señor, un corazón disponible para acoger la
verdad sobre ti y la verdad sobre mí, dispuesto a amar y suficientemente
humilde para dejarse amar como tú quieres amarlo. Lo necesito y sé que tú estás
dispuesto desde hace mucho tiempo a darme todo esto: sólo estás esperando mi
«sí». Entonces podré correr y calmar mi sed ardiente no en los «aljibes»
de la moda y del mercado, sino en la «fuente de agua viva» de tu Palabra
y de tus sacramentos. Y tal vez, si yo voy, también otros vendrán conmigo.
CONTEMPLATIO
Oh, si tú, Dios misericordioso y Señor piadoso, te dignaras
llamarme a la fuente para que también yo, junto con todos los que tienen sed de
ti, pudiera beber del agua viva que mana de ti, fuente de agua viva. Oh Señor, tú
mismo eres esa fuente eternamente deseable, en la
que continuamente debemos beber y de la que siempre tendremos sed.
Danos siempre, oh Cristo Señor, esta agua viva que brota para la vida eterna.
Tú lo eres todo para nosotros: nuestra vida, nuestra luz, nuestra salvación,
nuestro alimento, nuestra bebida, nuestro Dios. Te ruego, oh Jesús nuestro, que
inspires nuestros corazones con el soplo de tu Espíritu y que traspases con tu amor
nuestras almas, para que cada uno de nosotros pueda decir con toda verdad:
«Hazme conocer a aquel que ama mi alma» (cf. Cant 1,6); estoy herido, en
efecto,
por tu amor (Columbano, Instrucción XIII sobre Cristo fuente de
vida, 2ss).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:
«Que mis ojos vean, y que oigan mis oídos».
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
«Volviéndose después a los discípulos, les dijo en privado: "Dichosos
los ojos que ven lo que vosotros veis"» (Lc 10,23). Una bienaventuranza
que, sin embargo, ni siquiera a los discípulos les sirvió de mucho. Y es que,
aunque fueron testigos oculares de las maravillas del Reino, y fueron
compañeros de Cristo y compartieron con él los días y fueron comensales suyos, a
pesar de todo se ha escrito de ellos que todos al final le abandonaron y le
traicionaron. Con eso está dicho lo difícil que resulta ser coherente y creer
de verdad y aceptar a Cristo. Una bienaventuranza que yo, por ejemplo, pienso
que me podría ser atribuida con gran dificultad.
Es cierto, la pregunta es sólo una: ¿Ha sido creído Jesús alguna
vez en serio? ¿Quién le ha acogido? «Dichosos los ojos que ven...». No, esos ojos no eran dichosos,
porque «no veían». ¡Si al menos fueran bienaventurados nuestros ojos! ¡Y decir
que nosotros vemos, que sabemos! Estamos convencidos de que no hay otras
respuestas a estas benditas cuestiones eternas: por qué sufrir, por qué morir,
como salvarnos, qué hacer para tener la vida. Estamos convencidos de que él es
la respuesta que todos buscan, la razón por la que vale la pena luchar. No,
nuestros ojos no son dichosos. Ni siquiera vemos el mal mortal que nos causamos
con nuestras propias manos. Está escrito que no es con la dialéctica como Dios
quiere salvar al hombre. Puedo hacer el más bello discurso religioso, pero si
no tengo fe no me ayuda en nada. Más aún, si no tengo ni fe ni amor tampoco
sirve de nada: dado que el amor es el signo supremo de la fe, el signo
verdadero en el que creo (D. M. Turoldo, Anche Dios è infelice, Casale M.
1991).
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