Me veo sumergido en un océano de fuego
15 de diciembre
Me veo sumergido en un océano de fuego; la herida que de
nuevo me fue abierta, sangra y sangra siempre. Sola ella bastaría para causarme
mil y más veces la muerte. Oh, Dios mío, ¿y por qué no muero? ¿O es que no ves
que, para el alma que tú llagaste, hasta la vida le es un tormento? ¿Tan cruel
eres que permaneces sordo a los clamores de quien sufre, y no lo confortas?
Pero ¿qué digo?... Perdóneme, padre, estoy fuera de mí, no sé lo que digo. El
exceso de dolor que me causa la herida, que está siempre abierta, me lleva a
enfurecerme en contra de mi voluntad; me hace salir de mí y me conduce al
delirio; y yo me veo incapaz de resistir.
Dígame, padre, claramente: ¿ofendo al Señor en estos
excesos en que caigo? ¿Qué debo hacer para no disgustar al Señor, si el grito
es impetuoso y no hay fuerza capaz de resistirlo?
¡Dios mío!... pronto… que yo salga de la vida física, ya
que son inútiles todos los esfuerzos para escaparme de la muerte espiritual. El
cielo, creo yo, se ha cerrado para mí; y todos los esfuerzos y llantos se
vuelven contra mí, como saetas, para herir de muerte mi pobre corazón. Mi
oración parece que me resulta inútil; y mi espíritu abatido, al primer intento
por reencontrar la salida, se topa con quien le priva de toda valentía y poder,
desanimándolo en la más absoluta impotencia y en la nada, en el no poder nada
para seguir arriesgándose; y, si es cierto que al momento se aventura de nuevo,
se encuentra reducido a la misma impotencia.
(5 de septiembre de 1918, al P.
Benedicto de San Marco in Lamis – Ep. I, p. 1071)
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