LAS BODAS DE CANÁ



II DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
Isaías 62, 1-5; 1 Corintios 12,4-11; Juan 2,1-11
LLEGA EL ESPOSO, SALIR A RECIBIR A CRISTO EL SEÑOR

Queridos hermanos y hermanas: Paz y Bien
    Nuevamente en este Segundo Domingo del Tiempo Ordinario sale a nuestro encuentro la Palabra de Dios como una saeta de fuego que nos consume y calcina, sin terminar de arder en nosotros. Y es que,  seguramente que todos nosotros en algún momento y en determinadas circunstancias de nuestra vida hemos utilizado la palabra “amor”. Tal vez lo hemos hecho de manera tan irresponsable, que ni siquiera hemos reparado en su verdadero significado. En el significado profundo y comprometedor que esta palabra envuelve. Evidentemente no está por demás decir y afirmar que esta es una palabra sagrada, sí, es una palabra salida de la boca del Altísimo, salida del corazón misericordioso de Dios. Solamente Él ha manifestado el pleno contenido y significado de esta palabra ¿cómo? Amándonos hasta el extremo.
    No estamos hablando aquí de un amor efímero, pasional o de novela, no nos referimos a un amor de una noche ni de un cuarto de hotel. No nos referimos al amor egoísta y malévolo que lo único que anhela es aprovecharse de la persona a la que dice amar y tras usarla la tira al muladar. 
    Aquí nos referimos al Amor de Dios. Sí, a ese amor que hizo posible la creación del universo, y que más posible hizo aún su redención. Por eso, la primera lectura del “Segundo Isaías”nos habla ya no de un simple reencuentro de Dios con Jerusalén, sino de unos nuevos esponsales, que no son simplemente una oferta y ofrecimiento de parte de Dios, sino una aceptación y compromiso mutuos entre los que van a contraer las nupcias. 
    El que Dios se despose con Jerusalén hace que esta sea conducida a la liberación, cuyo signo es la luz, la lumbrera que refleja la gloria de Dios, porque el Señor se complace en ella. Esto significa que Dios está dispuesto a darlo todo, absolutamente todo por su pueblo. Incondicionalmente  y de manera responsable Yahvé se ha preparado a sí mismo y a su pueblo para ser el Uno del otro. Dios se atrevió a darlo todo, absolutamente todo sin reservarse nada, por amor a su pueblo, el Señor se complace, se goza, se alegra y se regocija en su salvación.
    La elección de Dios por su pueblo, a manera de matrimonio, hace que todos y cada uno de los que creen en él sean capaces de compartir la dicha, la alegría, y el regocijo que genera a tan gran Esposo y Salvador. Evidentemente, esto solo puede ser posible bajo la acción del Espíritu Santo que renueva todas las cosas y recrea la fas de la tierra. Por eso quien se ha encontrado con el Amor de su vida, es decir, con Dios, sin lugar a dudas es porque ha sido consciente de que Dios ha renovado su alianza con cada persona del universo. A su vez, cada uno, siendo único e irrepetible manifiesta el mosaico más hermoso del universo y la inmensa riqueza de la Iglesia. ¡Esta es la verdadera riqueza! Cada uno de nosotros, porque todos y cada uno manifestamos en nosotros mismos los dones del amor de Dios. Es decir, ese amor que nos ha liberado, que nos ha iluminado, que nos ha salvado, que nos ha regenerado y vuelto a conquistar, ahora se hace visible a través de nuestros actos y de nuestro ser único. Somos únicos no existe nadie en el mundo, absolutamente nadie igual a mí. Por eso soy único y precioso para Dios. 
    Pero en esta individualidad, se manifiesta la riqueza y la pluralidad, porque cada uno tenemos algo y mucho que aportar porque lo que damos no proviene solamente de nosotros, sino del Espíritu de Dios que todos poseemos, podemos servir de mil maneras en la comunidad, pero servimos al mismo y único Señor, Dios va realizando su obra en todos y cada uno de nosotros, y a su vez, todos vamos llevando a cabo la actividad de Dios, por eso, no podemos apropiarnos nada, eso nos empobrece, nos vuelve ruines y detestables, al contrario, hemos de reconocer que todo lo hemos recibido de Dios, es el Espíritu Santo el que va generando en nosotros las buenas intenciones y la firmeza y destreza para llevarlas a cabo, por lo tanto todo es obra del mismo Dios, de su Espíritu que es precisamente el Amor que nos comparte.
    Este amor se hace más visible y palpable aún más en el Evangelio de hoy con la llegada del Verbo a nuestra tierra. Hoy le vemos a Jesús participando de una fiesta de bodas, y lo primero que nos enseña es la dignidad del matrimonio entre un hombre y una mujer. Se trata, por lo tanto de una unión querida por Dios y bendecida por Él. Pero, ha querido consolidar algo de lo que ya venimos hablando desde el principio de esta reflexión: con su encarnación, Jesús está realizando aquel esponsalicio místico entre Dios y la humanidad, que había sido prometido a través de los profetas con el nombre de “nueva y eterna alianza” (Cfr.1 Crónicas 16,17; Sirácide 17, 12; 45,7; Isaías 24,5; 61,8). 
    Ya no se trata solamente de los esponsales entre Dios y el pueblo de Israel, sino entre Dios y todos los hombres del universo. Muchas veces nos ha hablado Dios de su amor para con toda la humanidad mediante la imagen del amor nupcial. Hoy en Caná de Galilea se encuentran el símbolo y la realidad: las bodas humanas de dos jóvenes son la ocasión para hablarnos de otro esposo y de otra esposa: las de Cristo con su Iglesia. Jesús se revela de una manera progresiva en el Evangelio de Juan. Nos encontramos con una comunidad de creyentes en torno a Jesús. Está su Madre, de la que se nos habla en este episodio, pero que no volverá a aparecer, en el Evangelio de Juan, hasta el capítulo 19, al pie de la Cruz. Únicamente estos dos episodios hablan, en efecto, de la Virgen María: aquí, en Caná, y al pie de la Cruz, donde recibe su misión de maternidad eclesial.  
    Ahora bien, María ya está presente aquí con Jesús ella, "la madre de JESÚS", con sus discípulos, que poco a poco se van viendo llamados a formar la familia de los que pertenecen a JESÚS. María se percata de algo sumamente importante, de aquello que en gran parte dependía el éxito y la buena fama de aquel joven matrimonio: el vino. ¡No podía faltar el vino! Era algo intrínseco a la fiesta de bodas. Tras la intercesión de María, entra en escena Jesús, aunque aún no ha llegado su hora.
    Está señal es aquella cuya traducción simbólica vemos al constatar la acción de Jesús que transforma el agua en vino. Hay aquí, ciertamente, una manifestación exterior de lo que podemos considerar como un acto maravilloso; pero, es más bien la misma realidad del vino y de lo que este significa lo que debe llamarnos la atención: el Amor de Dios ha llegado a todos, se ha desbordado su amor, su misericordia y su fidelidad. Jesús, que ofrece vino, y vino de manera sobreabundante nos está diciendo que él mismo es quien se está dando, se está entregando, Él es el vino nuevo. 
    ¿Qué es lo que el vino podía significar para los que acompañaban a JESÚS o para los judíos, alimentados por la lectura d ella Biblia? Dos textos pueden iluminar nuestra reflexión: "Hijos de Sion, alégrense y festejen al Señor, su Dios, que les da la lluvia temprana en su sazón, la lluvia tardía como antaño. Y derrama para vosotros el aguacero. Las eras se llenarán de grano, rebosarán los lagares de vino y aceite" (Joel 2,22-24). "Miren que llegan días -oráculo del Señor- cuando el que ara seguirá de cerca al segador, y el que pisa uvas al sembrador; fluirá el licor por los montes y ondearán los collados" (Amós 9,13). 
    Tenemos aquí claramente anunciado un vino destinado a empapar la tierra.Ahora bien, este vino anunciado por los profetas encuentra también su sitio en los libros sapienciales, por ejemplo en el libro de los Proverbios, al comienzo del capítulo 9 " La Sabiduría se ha edificado una casa, ha labrado siete columnas. Ha matado las reses, mezclado el vino y puesto la mesa, ha despachado a sus criadas a pregonarlo en los puntos que dominan la ciudad. El que sea inexperto, venga acá; al falto de juicio le quiero hablar: venir a comer de mis manjares y a beber del vino que he mezclado; dejar la inexperiencia y viviréis, seguir derechos el camino de la prudencia". 
    Así, tanto en los libros proféticos como en los sapienciales se nos propone una representación de la riqueza que Dios ofrece al hombre a través de la imagen del vino, el símbolo o la señal del vino. Sin embargo, ¿qué se nos dice aquí de este vino? En primer lugar, que se da de una manera sobreabundante y, a continuación, que es un vino nuevo, y un vino que se nos da cuando ya no hay otro. Por eso María la hija de Sión, le dice a Jesús " ya no tienen vino". En esta carencia, en esta especie de falta o de escasez, interviene Jesús por medio de su presencia; y he aquí que se da el vino, y se da como un vino nuevo que supera con mucho lo antiguo. Este es el vino de la alianza consumada; " Todo el mundo sirve primero el vino bueno, pero Tú haz guardado el vino mejor hasta ahora". He aquí el vino bueno dado a partir de ahora por Jesús. El vino nuevo del Reino anunciado por los profetas. Y sugerido ya por la Sabiduría, ese vino nos lo ofrece Jesús, y es un vino superior, el vino nuevo del Reino.
    ¿Cómo comprender esta sobreabundancia? Cuando se constata y se comprende la acción de Jesús  en su dimensión mesiánica por los que la miran,  comprenden que lo nuevo ha llegado, y lo viejo ha pasado. Por eso, los Sinópticos remiten inmediatamente a lo que había anunciado el profeta Isaías cuando proclamaba: "los cojos andan, los ciegos ven, los prisioneros son liberados". Jesús viene, efectivamente, a realizar esta obra profética. Pero aún tenemos que entender bien lo que lleva a cabo su venida. El don de Jesús no se mide, en efecto, por las necesidades del hombre; su generosidad no se mide por nuestras carencias. Si así fuera, nuestro modo de comprender la acción de Jesús podría detenerse demasiado pronto, al verla medida por nuestras carencias y nuestras necesidades. la primera señal de que habla Juan nos invita a ir mucho más allá: no hay necesidad de seiscientos litros de vino cuando se está al final de una fiesta. Sin embargo, a causa de su sobreabundancia, la acción de Dios sobrepasa en manera absoluta la indigencia del hombre; su acción es más amplia, más ancha: se mide solo por lo infinito, por la inmensidad de sus amor.
    Resaltemos otro aspecto: no se trata aquí solo de vino; se trata, en primer lugar, de unas bodas, la imagen de las bodas constituye asimismo una imagen explícitamente significativa de la obra de Dios para quien tiene presente en su mente ciertas imágenes del Antiguo Testamento. Son así mismo textos de libros proféticos los que tenemos que interrogar para descubrir cuál es el sentido de estas bodas. Leamos Isaías 54,4-8... Ahora leamos Isaías 62,4. Podemos remitir, desde luego, también al Cantar de los Cantares o al Profeta Óseas. Encontramos por tanto en muchos lugares del Antiguo Testamento está imagen de las bodas empleada para expresar el amor que Dios tiene a su pueblo, ofreciéndole su Alianza, es decir, un amor mutuo sellado en la relación de Dios con su pueblo y de su pueblo con Dios, sea cual se a la infidelidad del pueblo, Yahvé, por su parte, permanece fiel al amor que le ha ofrecido.
    Ahora bien, aquí, en el episodio de Caná, estamos invitados a si mismo a un banquete de bodas. Y si no se nos facilita el nombre del esposo, es porque, al leer este texto, hemos de comprender que en estas bodas, que dicen mucho más que un acontecimiento pasajero, Dios mismo quiere ser el esposo del pueblo de Israel. Jesús, que viene para realizar los desposorios con la humanidad, por eso,  anuncia, pues, en Caná que, mediante su llegada, se lleva a cabo la alianza ofrecida ya al pueblo de Israel pero que a partir de ahora llega su consumación total; es la Alianza Nueva y Eterna que pronto se sellará con la Sangre del Cordero, el Esposo inmolado por su esposa, la Alianza de Dios se lleva así a cabo en las bodas definitivas entre Dios y la comunidad de aquellos que él reúne, los que a partir de ahora creerán en él. 
    Es hacia está realidad esponsal, asombrosa hacia dónde hemos de dirigir nuestra mirada en nuestra oración: sobre esta relación esencial que Dios mismo quiere tener con nosotros por medio de Jesús, con la humanidad. Una relación tan profunda, e incluso más, tan decisiva, e incluso más, que la que se vive en el matrimonio. Dios mismo, por medio de su Hijo Jesús, es el Esposo de estas bodas que él quiere contraer desde siempre con su pueblo, porque se ha ofrecido para siempre a este pueblo. Y ahora el pueblo se amplía, se convierte en el pueblo formado por todos los que creen en Jesús y que en las señales de Jesús  reconocen el don de Dios.
Paz y Bien
Puebla de Los Ángeles, 19 de enero de 2019
Actualizado y editado 15-01-2122
Fray Pablo Jaramillo, OFMCap.

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