Lectio Divina Miércoles después de La Epifanía. Si nos amamos los unos a los otros, Dios permanece en nosotros.
Gloria a ti, Cristo Jesús, que has sido proclamado a las naciones. Gloria a ti, Cristo Jesús, que has sido anunciado al mundo.
I Juan: 4, 11-18. Marcos: 6, 45-52
LECTIO
PRIMERA LECTURA
De la primera carta del apóstol san Juan: 4, 11-18
Queridos hijos: Si Dios nos ha amado tanto, también nosotros debemos amarnos los unos a los otros. A Dios nadie lo ha visto nunca; pero si nos amamos los unos a los otros, Dios permanece en nosotros y su amor en nosotros es perfecto. En esto conocemos que permanecemos en él, y él en nosotros: en que nos ha dado su Espíritu. Nosotros hemos visto, y de ello damos testimonio, que el Padre envió a su Hijo como Salvador del mundo. Quien confiesa que Jesús es Hijo de Dios, permanece en Dios y Dios en él.
Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en ese amor. Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él. En esto llega a la perfección el amor que Dios nos tiene: en que esperamos con tranquilidad el día del juicio, porque nosotros vivimos en este mundo en la misma forma que Jesucristo vivió.
En el amor no hay temor. Al contrario, el amor perfecto excluye el temor, porque el que teme, mira al castigo, y el que teme no ha alcanzado la perfección del amor.
Palabra de Dios.
R/. Te alabamos, Señor.
Después de habernos dicho que Dios es amor, Juan ilumina a la comunidad de fe acerca de las consecuencias prácticas de esta afirmación para la vida cristiana. Primero, para poseer a Dios la vía maestra es el amor mutuo. Este medio es la condición para que el amor de Dios habite en los creyentes como presencia experiencial y sea «perfecto» a imitación del amor vivido por Cristo (v. 12). Segundo, la posesión del Espíritu es el don que guía en el propio camino interior de vida espiritual (v. 13). Tercero, la fe en Jesús Salvador del mundo: Si alguno confiesa que Jesús es el Hijo de Dios, Dios permanece en él y él en Dios» (v. 15). Sólo quien cree en el Hijo de Dios hecho hombre, como testificaron los primeros discípulos del Señor, conoce y ama a Dios.
El amor a Dios debe crecer y será auténtico en el cristiano sólo cuando haya sustituido al temor y al miedo (vv. 17-18). Por tanto, cuando el discípulo de Jesús se presente al juicio final tendrá una cierta familiaridad con su Maestro y tendrá «confianza en el día del juicio» (v. 17a), porque el amor con el que Jesús ha amado a los suyos será el mismo que habrá vivido cada miembro de la comunidad cristiana respecto a sus hermanos: «porque también nosotros compartimos en este mundo su condición» (v. 17b). Ésta es la perfección del amor: fiarse de Dios en el día del juicio, porque Él tratará a los creyentes no con el castigo, sino como a hijos amados. La confianza de los cristianos en Dios se convierte así en certeza de victoria porque su fe y la presencia de Cristo los ha acompañado en su crecimiento en el amor.
EVANGELIO
Del santo Evangelio según san Marcos: 6, 45-52
En aquel tiempo, después de la multiplicación de los panes, Jesús apremió a sus discípulos a que subieran a la barca y se dirigieran a Betsaida, mientras él despedía a la gente. Después de despedirlos, se retiró al monte a orar.
Entrada la noche, la barca estaba en medio del lago y Jesús, solo, en tierra. Viendo los trabajos con que avanzaban, pues el viento les era contrario, se dirigió a ellos caminando sobre el agua, poco antes del amanecer, y parecía que iba a pasar de largo.
Al verlo andar sobre el agua, ellos creyeron que era un fantasma y se pusieron a gritar, porque todos lo habían visto y estaban espantados. Pero él les habló enseguida y les dijo: "¡Ánimo! Soy yo; no teman". Subió a la barca con ellos y se calmó el viento. Todos estaban llenos de espanto y es que no habían entendido el episodio de los panes, pues tenían la mente embotada.
Palabra del Señor.
R/. Gloria a ti, Señor Jesús.
Tras la multiplicación de los panes Jesús ordena a sus discípulos partir solos con la barca, mientras él se retira al monte para orar en un silencioso encuentro con el Padre (v. 46). Si su oración es solitaria con el Padre por una parte, por otra es solidaria con sus discípulos. Éstos, en efecto, se encuentran en dificultades remando sobre el mar de las pruebas de sus vidas: la noche los sorprende, el viento contrario hace difícil su camino. Entonces Él va a su encuentro caminando sobre el mar (cf. Job 9,8; Sal 76,20; Is 43,16). Jesús no quiere imponérseles con su milagro e «hizo ademán de pasar de largo» (v. 48). Sin embargo, ante su turbación (creían ver un “fantasma") y su grito, se les acerca, calma el viento y les dice: «¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!» (v. 50).
El estupor de los discípulos, unido a la falta de fe en Jesús, inunda sus corazones, porque no habían comprendido el signo de los panes ni la identidad misma de su Maestro, como Mesías e Hijo de Dios. Las perspectivas de Jesús y las de sus discípulos son diversas: «su mente seguía embotada» (v. 52), como en otro tiempo lo tuvo Israel en el desierto. Para reconocer el rostro del propio Maestro, la comunidad debe tener el coraje de acogerlo en la propia barca y confiar en él en el camino difícil de la experiencia cristiana, invocándolo con oración ardiente, convencida de que el mundo hostil a Dios pondrá a prueba su fe.
MEDITATIO
La vida cristiana tiene una doble dimensión: vertical y horizontal. La primera nos hace tomar conciencia del infinito amor del Padre, que es amor y «ha enviado a su Hijo como salvador del mundo» (cf. 1 Jn 4,14) y quiere vivir en comunión con nosotros, sus hijos queridos. La unión perfecta entre Dios y el creyente se realiza primero en el contacto con la Palabra de Dios y después participando en la mesa eucarística. Nuestra carne y nuestra sangre se mezclan, entonces, con la carne y la sangre de Dios. Y somos transformados y divinizados. «No somos nosotros quienes transformamos a Dios en nosotros», afirma san Agustín, «somos nosotros los transformados en Dios». La eucaristía es, pues, el lugar privilegiado para el encuentro con Cristo vivo, fuente y culmen de la vida de la Iglesia, garantía de la comunión con el Cuerpo de Cristo y participación en la solidaridad, como expresión del mandato de Jesús: «Amaos unos a otros como yo os he amado» (Jn 13,34).
La segunda dimensión, el amor a los hermanos, es consecuencia y signo del amor a Dios (cf. 1 Jn 4,12). También este aspecto de la caridad fraterna tiene su plena realización en el misterio eucarístico: «Participando realmente del Cuerpo del Señor en el partir el pan, somos elevados a la comunión con Él entre nosotros» (LG 11). Este amor se hace en el cristiano una fuerza transformante y operativa, capaz de alejar todo temor, porque el que ama no tiene miedo y el que come y bebe el cuerpo y la sangre de Cristo tendrá la plenitud de la vida.
ORATIO
Padre santo, a ti, que eres la plenitud del amor, te agradecemos el don que nos has hecho de Jesús-Eucaristía, pan de vida partido para nosotros y alimento de nuestra vida espiritual, personal y comunitaria. No pudiste hacernos regalo más hermoso: dejarnos la persona misma de tu Hijo, perennemente presente entre nosotros, bajo las especies del pan y el vino eucarísticos en todos los ángulos de la tierra. Pero nosotros queremos corresponder a tu inmenso don procurando vivir en comunión constante contigo a través de los signos que el apóstol Juan nos ha presentado: el amor mutuo entre los hermanos, la fe en tu Hijo Jesucristo y la acogida de la presencia del Espíritu Santo en nosotros por el sacramento del bautismo. Sólo este camino de fe nos da la certeza de tu amor y de tu paz.
A veces nos sentimos fatigados y cansados al recorrer este camino y hasta tenemos miedo de confiar en ti y de mirarte, como los discípulos en la barca cuando tú andabas sobre las aguas, porque vemos que muchas de nuestras aspiraciones se frustran y un viento contrario dificulta nuestra marcha cotidiana. Padre bueno, intervén en nuestra vida cuando estamos inquietos y sin esperanza, y devuélvenos el coraje de subirte a nuestra barca para caminar hacia ti con renovada confianza, porque tú eres la única certeza segura y la verdad de la vida.
CONTEMPLATIO
Quiero daros una imagen del Padre (...). Imaginad que la tierra tuviera un cerco, esto es, un círculo trazado con un compás en el centro. Pensad que este círculo fuera el mundo, Dios el centro del círculo y los radios que van del cerco al centro las vidas, o sea los modos de vivir de los hombres. Así, en cuanto los santos (= radios del círculo) avanzan hacia el centro procurando acercarse a Dios, a medida que avanzan, se acercan a Dios y también los unos a los otros y, cuanto más se acercan a Dios más se aproximan unos a otros, y viceversa, cuanto más se aproximan unos a otros, más se acercan a Dios.
Ésta es la esencia del amor: cuando estamos lejos y no amamos a Dios, igualmente estamos distantes del prójimo. Si, por el contrario, amamos a Dios, cuanto más nos acercamos a Él por el amor, otro tanto nos unimos en el amor al prójimo, y en tanto nos unimos al prójimo, tanto estamos unidos a Dios. Dios nos haga dignos de escuchar lo que nos ayuda y cumplirlo. Pues cuanto más procuramos poner en práctica lo que escuchamos, tanto más Dios nos ilumina y nos muestra su voluntad (Doroteo de Gaza, Insegnamenti spirituali, Roma 1979, 124-126).
ACTIO
Repite a menudo y vive hoy la Palabra:
«Si nosotros nos amamos los unos a los otros, Dios permanece en nosotros y su amor ha llegado en nosotros a su perfección» (1 Jn 4,12).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
Sentirse amado es el origen y la plenitud de la vida del espíritu. Digo esto porque, apenas comprendemos un destello de esta verdad, nos ponemos a la búsqueda de su plenitud y no descansamos hasta haber logrado encontrarla. Desde el momento en que reivindicamos la verdad de sentirnos amados, afrontamos la llamada a llegar a ser lo que somos. Llegar a ser los amados: he aquí el itinerario espiritual que debemos hacer. Las palabras de san Agustín: «Mi alma está inquieta hasta reposar en ti, Dios mío», definen bien este itinerario. Sé que el hecho de estar a la búsqueda constante de Dios, en continua tensión por descubrir la plenitud del amor, con el deseo vehemente de llegar a la completa verdad, me dice que he saboreado ya algo de Dios, del amor y de la verdad. Puedo buscar sólo algo que, de alguna manera, he encontrado ya. ¿Cómo puedo buscar la belleza y la verdad, sin que la belleza y la verdad me sean conocidas en lo intimo de mi corazón?
Llegar a ser los amados significa dejar que la verdad de ser amados se encarne en toda cosa que pensamos, decimos o hacemos. Esto supone un largo y doloroso proceso de apropiación o, mejor, de encarnación. Mientras «sentirme amado» sea poco más de un bello pensamiento o una idea sublime suspendida sobre mi vida para evitar convertirme en un deprimido, nada cambia verdaderamente.
Lo que se requiere es llegar al amor en la vida banal de cada dia y, poco a poco, colmar el vacío que existe entre lo que sé que soy y las innumerables realidades específicas de la vida cotidiana. Llegar a ser el amado significa impregnar la normalidad de lo que soy y, por tanto, de lo que pienso, digo y hago hora tras hora, con la verdad que me ha sido revelada de lo alto (H. J. M. Nouwen, Tú eres mi amado: la vida espiritual en un mundo secular, Madrid s.f.).
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