Lectio Divina Viernes después de La Epifanía. Jesús predicaba la buena nueva del Reino y curaba a la gente de toda enfermedad.

 Una luz se levanta en las tinieblas para los hombres de corazón recto: el Señor clemente, justo y compasivo.

I Juan: 5, 5-13. Lucas: 5, 12-16


 

 

 

LECTIO

 

PRIMERA LECTURA

De la primera carta del apóstol san Juan: 5, 5-13

 

Queridos hijos: ¿Quién es el que vence al mundo? Sólo el que cree que Jesús es el Hijo de Dios. Jesucristo es el que vino por medio del agua y de la sangre; él vino, no sólo con agua, sino con agua y con sangre. Y el Espíritu es el que da testimonio, porque el Espíritu es la verdad. Así pues, los testigos son tres: el Espíritu, el agua y la sangre. Y los tres están de acuerdo.

Si aceptamos el testimonio de los hombres, el testimonio de Dios vale mucho más y ese testimonio es el que Dios ha dado de su Hijo. 

El que cree en el Hijo de Dios tiene en sí ese testimonio. El que no le cree a Dios, hace de él un mentiroso, porque no cree en el testimonio que Dios ha dado de su Hijo. Y el testimonio es éste: que Dios nos ha dado la vida eterna y esa vida está en su Hijo. Quien tiene al Hijo, tiene la vida; quien no tiene al Hijo, no tiene la vida. 

A ustedes, los que creen en el nombre del Hijo de Dios, les he escrito estas cosas para que sepan que tienen la vida eterna.


Palabra de Dios. 

R/. Te alabamos, Señor.

 

El Apóstol subraya que la victoria del cristiano sobre el mundo es la fe. Para obtener tal victoria se requiere una lucha interna y externa contra todo lo que es obstáculo al cumplimiento de la voluntad de Dios. Y la certeza de la victoria del cristiano está asegurada por el hecho de que, en él, la vida divina y la unión con Dios son una fuerza superior a la vida mundana y a todo lo que es adhesión al reino del mal. Así pues, la fe en Cristo, Hijo de Dios, es el único medio para derrotar al mundo (v. 5; cf. In 20,30-31).

Jesús ha venido para darnos la vida y quien cree en Él tendrá «la vida eterna» (v. 11). Esta vida eterna que Jesús ha traído a la humanidad es cosa cierta, porque Él la ha ofrecido al comienzo de su vida pública mediante el bautismo («agua»: cf. In 1,31), y al final de su existencia terrena mediante la muerte en la cruz («sangre»: cf. Jn 6,51; 19,34), y es siempre actualizada en la eucaristía: eventos en los que palpablemente se ha manifestado la potencia y el testimonio del Espíritu (v. 6), que es el garante de la fe y de la verdad de Jesús.

Sobre este triple y concorde testimonio se funda la manifestación de Dios en Cristo su Hijo (vv. 7-8). Aquí el Apóstol polemiza contra la falsa interpretación de los gnósticos, que afirman que la divinidad de Jesús se unió a su humanidad en el bautismo, pero que en su muerte la divinidad se separó de la humanidad, de manera que murió sólo el hombre Jesús. Pues bien, quien niega este testimonio del Espíritu, niega también la fe en Cristo, que es cuestión de vida y de muerte. Sobre la acción del Espíritu está tejida la vida sacramental (bautismo, confirmación, eucaristía), mediante la cual el creyente se injerta en Cristo y es capaz de dar testimonio de él y de vivir en comunión con Dios (vv. 11-13).

 

EVANGELIO

Del santo Evangelio según san Lucas: 5, 12-16

 

En aquel tiempo, estando Jesús en un poblado, llegó un leproso, y al ver a Jesús, se postró rostro en tierra, diciendo: "Señor, si quieres, puedes curarme". Jesús extendió la mano y lo tocó, diciendo: "Quiero. Queda limpio". Y al momento desapareció la lepra. Entonces Jesús le ordenó que no lo dijera a nadie y añadió: "Ve, preséntate al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que Moisés prescribió. Eso les servirá de testimonio".

Y su fama se extendía más y más. Las muchedumbres acudían a oído y a ser curados de sus enfermedades. Pero Jesús se retiraba a lugares solitarios para orar. 

 

Palabra del Señor. 

R/. Gloria a ti, Señor Jesús.

 

Jesús encuentra un leproso y lo cura, enviándolo seguidamente al sacerdote no sólo para que haga la ofrenda por la purificación (cf. Lv 14), sino también para que sirva de testimonio a todos de su presencia mesiánica entre el pueblo. El judaísmo, en efecto, consideraba la curación de la lepra como uno de los signos de la venida del Mesías (cf. Lc 7,22).

La curación realizada por Jesús es descrita con algunos elementos típicos: la súplica del enfermo («Señor, si quieres, puedes limpiarme»: v. 12); la respuesta positiva de Jesús, que tocando al leproso realiza la curación («Quiero, queda limpio»: v. 13); y el envío al sacerdote («Ve, preséntate al sacerdote...»: v. 14). El leproso, considerado un marginado por la comunidad de Israel, con la curación entra de nuevo a formar parte de ella. La curación realizada por el Nazareno es símbolo también del perdón y de la misericordia de Dios, y es fundamento de la vida de la Iglesia (cf. In 20,23).

El fragmento termina con una nota redaccional del evangelista, que presenta un aspecto particular de la persona de Jesús. Él no sólo cura a los que lo rodean, siendo así que su fama se difunde por doquier, sino que se retira a lugares solitarios para orar. En esto reside la fuerza de Jesús y su irresistible atractivo: en su coloquio filial con el Padre. La oración no sólo lo sostiene frente a las muchas incomprensiones que experimenta en su ministerio público, sino que le permite sobre todo verificar su misión en la lógica de la voluntad de Aquel que lo ha enviado al mundo.

 

MEDITATIO

 

La oración es uno de los componentes más vivos del mensaje evangélico. Jesús la ha practicado en su relación con el Padre y nos ha ofrecido un ejemplo extraordinario. Muchos piensan que orar es agarrar a Dios para ponerlo a su alcance o tratar de obtener beneficios y ventajas en provecho propio, y así satisfacer sus deseos y sus esperanzas. La verdad es muy diferente. La oración es entrar en la perspectiva de Dios partiendo de su amor. Es contemplar el rostro de un Padre que mira a sus hijos con ternura. Es encontrar una persona viva y dejarse tocar por su amor.

Orar es para todos una tarea de las más difíciles, es un trabajo exigente, no porque sea superior a nuestras fuerzas, sino porque es una experiencia que no se agota jamás y un camino en el que se permanece siempre discípulo.

La oración es acogida, terreno de adviento del amor de Dios; orar no es tanto amar a Dios, cuanto dejarse amar por Él. Orar es esperar y escuchar, recibir y acoger. Es permanecer en silencio ante el misterio para dejarse amar por Dios, como María que experimenta en su vientre la presencia de Dios. Pero la oración es también movimiento de respuesta a este don, un volver todo el corazón a Dios. La oración es alabanza, acción de gracias, ofrenda, intercesión, fiesta y liturgia de la vida. El núcleo de la oración cristiana es penetrar en el misterio de la filiación divina: estar con Dios en el Espíritu por el Hijo, como el Hijo está en el misterio del Padre. San Pablo nos lo recuerda bien. «Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que grita: ¡Abba! ¡Padre!» (Gal 4,6; cf. Rom 8,15-17; Ef 3,17ss).

 

ORATIO

 

Padre santo, sabemos que tú eres «la fuente de todo don perfecto» (Sant 1,17), el que toma la iniciativa en el amor, el que envía al Hijo y al Espíritu. Tú eres la primera gratuidad del amor, porque todo nos viene de ti. Tú eres el eterno amante, el que ama desde siempre. Nuestra oración quiere ser justamente el lugar en que experimentamos tu amor de Padre. Desgraciadamente, nuestro tiempo parece desorientado y confuso, parece que no conoce ya los confines entre el bien y el mal, y aparentemente, Tú eres rechazado y desconocido. Padre, tú puedes curarnos de nuestras miserias, como hiciste con el leproso del evangelio.

Por eso, te rogamos, conduce a todos tus hijos a redescubrir el don de la oración, llévanos al interior del cenáculo para revivir el misterio de Pentecostés y reavivar en nosotros el don del Espíritu. Colócanos dócilmente en su escuela para aprender la sabiduría que viene en el diálogo con él y que es la fuerza que sostiene nuestra vida de creyentes.

Padre santo, tu Hijo Jesús se dejó amar por ti, cumplió tu voluntad y se entregó hasta la cruz con docilidad total hasta enviarnos el don del Espíritu. También para nosotros orar es penetrar en este misterio de acogida y de docilidad para imitar a Cristo, entrar en el misterio de la cruz y conservar el coraje de orar, además de en la alegría de Pascua, en el silencio y en tu aparente ausencia. Es el silencio el que nos hace experimentar el estar solos ante Dios solo. En el silencio nos ejercitamos en conjugar la palabra con la escucha y adquirimos el recogimiento atento, que es el primer requisito para empeñarnos en el camino de la oración a ejemplo de Cristo.

 

CONTEMPLATIO

 

El Verbo se ha encarnado, y el hombre se ha hecho Dios, porque está unido a Dios y forma una sola cosa con Él. Fue envuelto en pañales, pero al levantarse de la tumba se quitó el sudario (...).

Como hombre, ha sido bautizado, pero como Dios ha cancelado nuestro pecado. Como hombre ha sido tentado, pero como Dios ha triunfado y nos exhorta a la confianza porque «ha vencido al mundo» (Jn 16,33). Tuvo hambre, pero sació a miles de personas, y es «el pan vivo bajado del cielo» (Jn 7,37). Conoció el cansancio, pero es el descanso de los «cansados y oprimidos» (Mt 11,28) (...). Reza, pero atiende la oración. Llora, pero enjuga

las lágrimas. Pregunta dónde han puesto a Lázaro, porque es hombre; pero lo resucita, porque es Dios. Es vendido, y a bajo precio, pero rescata al mundo, y a granprecio: con su propia sangre (...). Ha sido traspasado y herido; pero ha curado toda enfermedad y toda herida. Ha sido elevado sobre el madero, y clavado en él además; pero nos levanta con el árbol de la vida (...). Muere, pero hace vivir y con su propia muerte destruye la muerte. Es sepultado, pero resucita. Desciende al infierno, pero rescata las almas de él (Gregorio Nazianceno, Tercer discurso teológico).

 

ACTIO

 

Repite a menudo y vive hoy la Palabra:

 

«Dios nos ha dado vida eterna, vida que está en su Hijo» (1 Jn 5,11).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

 

Nuestras mentes están siempre en actividad. Analizamos, reflexionamos o soñamos. No hay momento del día o de la noche en que no pensemos. Se podría decir que nuestro pensamiento es "incesante". Algunas veces querríamos dejar de pensar por un mo mento; esto nos ahorraría muchas ansiedades, muchos temores y muchos sentimientos de culpabilidad. Nuestra capacidad de pensar es nuestro mayor don, pero es también la fuente de nuestro mayor sufrimiento.

¿Debemos convertirnos en víctimas de nuestros incesantes pensamientos? No. Podemos transformar nuestro pensamiento en una oración incesante, haciendo de nuestro monólogo interior un diálogo continuo con nuestro Dios, fuente de todo amor.

Rompamos nuestro aislamiento y caigamos en la cuenta de que Alguien que mora en lo más intimo de nuestro ser quiere escuchar con amor todo lo que ocupa y preocupa a nuestras mentes (H. J. M. Nouwen, Pane per il viaggio, Brescia 1997, 23).

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