LECTIO DIVINA MARTES PRIMERA SEMANA DEL TIEMPO ORDINARIO. Oren siempre, sin cesar

 LECTIO DIVINA MARTES PRIMERA SEMANA DEL TIEMPO ORDINARIO

I Samuel 1, 9-20. Marcos 1, 21-28

Oren siempre, sin cesar

 


LECTIO

 

PRIMERA LECTURA

El Señor se acordó de Ana y de su oración, y ella dio a luz a Samuel. 

Del primer libro de Samuel 1, 9-20

 

En aquel tiempo, después de tomar la comida ritual en Siló, Ana se levantó y se puso a orar ante el Señor. Llena de amargura y con muchas lágrimas, hizo esta promesa: “Señor de los ejércitos, mira la aflicción de tu sierva y acuérdate de mí. Si me das un hijo varón, yo te lo consagraré por todos los días de su vida, y en señal de ello, la navaja no tocará su cabeza”. 

Mientras tanto, el sacerdote Elí estaba sentado a la puerta del santuario. Ana prolongaba su oración y Elí la miraba mover los labios, pero no oía su voz. Pensando que estaba ebria, le dijo: “Has bebido mucho. Sal de la presencia del Señor hasta que se te pase”. Pero Ana le respondió: “No, señor. Soy una mujer atribulada. No he bebido vino ni bebidas embriagantes; estaba desahogando mi alma ante el Señor. No pienses que tu sierva es una mujer desvergonzada, pues he estado hablando, movida por mi dolor y por mi pena”. 

Entonces le dijo Elí: “Vete en paz y que el Dios de Israel te conceda lo que le has pedido”. Ella le contestó: “Ojalá se cumpla lo que me dices”. La mujer salió del templo, fue a donde estaba su marido, y comió y bebió con él. Su rostro no era ya el mismo de antes. 

A la mañana siguiente se levantaron temprano, y después de adorar al Señor, regresaron a su casa en Ramá. Elcaná tuvo relaciones conyugales con su esposa Ana, y el Señor se acordó de ella y de su oración. Ana concibió, dio a luz un hijo y le puso por nombre Samuel, diciendo: “Al Señor se lo pedí”. 

 

Palabra de Dios.

R./ Te alabamos Señor.

 

Ana reza para que el Señor le conceda el don de los hijos. Su oración es personal. No la hace en voz alta, pues Dios está en lo más íntimo del hombre y le escucha, conoce sus sentimientos más secretos, más escondidos. Elí se equivoca al juzgar a la mujer. Ve que mueve los labios, pero no oye ninguna voz. 

Piensa que está borracha, pero Ana reza con intensidad y su oración manifiesta una oración del corazón. Ana vive en esta oración una auténtica relación con Dios; no ve a Elí, todo se vuelve extraño, se olvida del mundo que le rodea, habla al Señor, sólo se abre a él. La oración verdadera es la oración en la que el hombre se encuentra con Dios en la intimidad de su corazón. Así fue la oración de Ana. Esto nos dice que, en la oración, el corazón del hombre debe unirse al corazón de Dios. Elí parece no comprender la oración de Ana; ahora bien, en su oración silenciosa, esta mujer habla con Dios, está en comunión con él y Dios la escucha. 

Dice el texto que Ana, tras el augurio del sacerdote, cambia de rostro: antes estaba triste, amargada, lloraba; ahora se serena al acoger el deseo de Elí como una promesa de Dios. Para Ana, la palabra del sacerdote es eficaz, como si Dios hubiera escuchado su oración: «Vete en paz y que el Dios de Israel te conceda lo que le has pedido». Ana ya está segura; aún no se ha unido con su esposo, pero le ha bastado la palabra de Elí para estar segura de que Dios ha escuchado ya su oración. Dios prepara los acontecimientos más importantes de la historia de la salvación con medios muy pobres, escondido y con humildad. Cuando Dios calla, es señal de que actúa en lo más hondo, pero el hombre no se da cuenta; y eso que, en realidad, lo que Dios ha preparado se realiza para la salvación del hombre.

 

EVANGELIO

[No enseñaba como los escribas, sino como quien tiene autoridad.] 

Del santo Evangelio según san Marcos 1, 21-28

 

En aquel tiempo, se hallaba Jesús en Cafarnaúm y el sábado fue a la sinagoga y se puso a enseñar. Los oyentes quedaron asombrados de sus palabras, pues enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas. 

Había en la sinagoga un hombre poseído por un espíritu inmundo, que se puso a gritar: “¿Qué quieres tú con nosotros, Jesús de Nazaret? ¿Has venido a acabar con nosotros? Ya sé quién eres: el Santo de Dios”. Jesús le ordenó: “¡Cállate y sal de él!” El espíritu inmundo, sacudiendo al hombre con violencia y dando un alarido, salió de él. Todos quedaron estupefactos y se preguntaban: “¿Qué es esto? ¿Qué nueva doctrina es ésta? Este hombre tiene autoridad para mandar hasta a los espíritus inmundos y lo obedecen”. Y muy pronto se extendió su fama por toda Galilea. 

 

Palabra del Señor.

R./ Gloria a ti, Señor Jesús

 

En este fragmento de Marcos encontramos dos temas entrelazados: la enseñanza de Jesús, repleta de autoridad, y su poder de expulsar a los demonios. El evangelista quiere mostrar, en primer lugar, que la enseñanza de Jesús posee una eficacia extraordinaria. 

Su autoridad consiste en realizar lo que dice, en hacerse obedecer y liberar del mal. Jesús no enseña como los maestros de la Ley, sino como alguien que está investido del Espíritu Santo (Mc 1,9-11). Marcos se complace en poner el acento en la figura de Jesús como Maestro: ya desde el comienzo de su evangelio, en nuestro fragmento, aparece Jesús como alguien que enseña. La Palabra de Jesús nos pone frente a frente con el poder mismo de Dios. Tiene lugar, a continuación, el choque con el «espíritu inmundo». En el grito del hombre poseído resuena la cita de una frase de la Escritura: «¿Qué tienes contra mí, hombre de Dios? ¿Has venido...?» (1 Re 17,18). Esta frase del libro de los Reyes está dirigida al profeta Elías por una mujer cuyo hijo se encuentra enfermo de gravedad y al que cura el profeta. Cambiando «hombre de Dios» por «Jesús de Nazaret», nos presenta Marcos a Jesús como el verdadero profeta que cura. Jesús es el Santo de Dios, sus palabras están dotadas del poder divino. La Palabra de Jesús es una palabra que renueva, transforma y rehace al hombre.

 

MEDITATIO

 

Jesús experimentó la muerte «por la gracia de Dios». Eso nos dice de modo paradójico el autor de la Carta a los Hebreos. Por nuestra parte, no nos sentimos inclinados a unir la gracia con el sufrimiento. Solemos considerar como una gracia que se nos dispense del mismo, mientras que interpretamos el dolor como un signo de la privación de la gracia. Ahora bien, dado que esta última es, más que un don, Dios mismo que se acerca a nosotros con benevolencia, interpretamos la presunta falta de gracia como ausencia o muerte de Dios. Sin embargo, el caso de Ana parece confirmar esta convicción: esta mujer advierte como un don de Dios la liberación de la aflicción de su esterilidad. 

También el hombre que es liberado de la esclavitud del diablo en el evangelio recibe la curación y el don de una vida serena. Todo esto nos recuerda que el fin último del proyecto de Dios consiste en liberar al hombre de todo mal. La nueva creación, llevada a cabo por Dios mismo, no prevé la presencia del dolor. 

Sin embargo, en la situación presente, dado que el hombre no se encuentra aún en la realidad ideal del mundo futuro, sino que debe participar en la dramática lucha contra el mal, y no algunas veces o en ciertas circunstancias excepcionales, sino como una situación ordinaria, el amor que se asigna a Dios como puro don gratuito no sólo soporta, no sólo acepta, sino que desea la travesía del desierto del dolor. Esto no vale para esbozar los rasgos de una filosofía universal del dolor (cf. Heb 2,9). 

Vale para comprender la calidad del amor de Cristo por los hombres y, por consiguiente, el amor de Dios. No presenta argumentos indiscutibles para la «defensa de Dios», pero puede poner en marcha al creyente para revivir la misma gracia. ¿Bastará con esta convicción para crear la resignación o el consuelo? En el fondo, el elemento decisivo no consiste en este buen resultado de carácter psicológico. A quien ama le basta con saber amar y con saber que Dios puede apreciar como acontecimiento providencial precisamente la «estupidez» de mi incomprensible sufrimiento.

 

ORATIO

 

Oh Dios, te invoco a la puesta del sol: ayúdame a orar y a concentrar en ti mis pensamientos, porque por mí mismo no sé hacerlo. Hay oscuridad dentro de mí, pero junto a ti está la luz; estoy solo, pero sé que tú no me abandonas; estoy asustado, pero junto a ti está la ayuda; estoy inquieto, pero junto a ti está la paz; en mí está la amargura, pero junto a ti está la paciencia; no comprendo tus caminos, pero tú conoces el mío (D. Bonhoeffer).

 

CONTEMPLATIO

 

Tu deseo es tu oración; si tu deseo es continuo, continua será tu oración. No en vano dijo el apóstol: «Oren sin cesar». ¿Acaso doblamos las rodillas, postramos el cuerpo o levantamos las manos sin interrupción para que pueda afirmar: Oren sin cesar? Si decimos que sólo podemos orar así, creo que no podemos orar sin cesar. 

Ahora bien, hay otra oración interior y continua, y es el deseo. Hagas lo que hagas, si deseas aquel reposo sabático, no interrumpas nunca la oración. Si no quieres dejar de orar, no interrumpas el deseo. 

Tu continuo deseo será tu voz, es decir, tu oración continua. Callarás si dejas de amar. [...] La frialdad en la caridad es el silencio del corazón; el fervor de la caridad es el clamor del corazón. Si la caridad permanece constante, clamarás siempre; si clamas siempre, siempre desearás (Agustín de Hipona, Exposición sobre el salmo 37, 14).

 

ACTIO

 

Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:

 

«Ana se presentó al Señor y elevó a él su oración» (cf. 1 Sm 1,9ss).

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

 

A modo de imagen, voy a partir de la experiencia de ciertos monjes de los primeros tiempos de la Iglesia, allá por los siglos III y IV. De noche se mantenían de pie, en posición de espera. Se erguían allí, al aire libre, derechos como árboles, con las manos levantadas hacia el cielo, vueltos hacia el lugar del horizonte por el que debía salir el sol de la mañana. Su cuerpo, habitado por el deseo, esperaba durante toda la noche la llegada del día. Esa era su oración. No pronunciaban palabras. ¿Qué necesidad tenían de ellas? Su Palabra era su mismo cuerpo en actitud de trabajo y de espera. Este trabajo del deseo era su oración silenciosa. Estaban allí, nada más. Y cuando llegaban por la mañana los primeros rayos del sol a las palmas de sus manos, podían detenerse y reposar. Había llegado el sol. 

Esta espera, de la que es imposible decir si es más corporal o espiritual, si es más específicamente conceptual o afectiva, se encuentra en la experiencia espiritual. Siempre será para nosotros una tentación constante pretender identificar a Dios con algo de orden afectivo o bien de orden racional, de orden físico o bien de orden cerebral. La espera afecta a todo nuestro ser. Y lo que llega a nosotros es, precisamente, el rayo que, iluminando las palmas de nuestras manos y cambiando poco a poco el paisaje, nos anuncia que viene el sol, diferente a lo que la noche nos permite conocer (M. de Certeau, Mai senza l'altro, Magnano 1993).

 

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