LECTIO DIVINA JUEVES DE LA PRIMERA SEMANA DEL TIEMPO ORDINARIO
LECTIO DIVINA JUEVES DE LA PRIMERA SEMANA DEL TIEMPO ORDINARIO
I Samuel 4,1-11. Marcos 1, 40-45
Sí Quiero: ¡Queda limpio!
LECTIO
PRIMERA LECTURA
Derrota de Israel y captura del arca.
Del primer libro de Samuel 4, 1b-11
Sucedió en aquellos tiempos, que los filisteos se reunieron para hacer la guerra a Israel y los israelitas salieron a su encuentro. Acamparon cerca de Eben-Ezer y los filisteos en Afeq. Los filisteos se pusieron en orden de batalla contra Israel. Se trabó el combate y los israelitas fueron derrotados y sufrieron cuatro mil bajas. El ejército se retiró al campamento y los ancianos de Israel se preguntaban: “¿Por qué permitió el Señor que nos derrotaran hoy los filisteos? Traigamos de Siló el arca de la alianza del Señor, para que vaya en medio de nosotros y nos salve de nuestros enemigos”.
Mandaron traer de Siló el arca del Señor de los ejércitos, que se sienta sobre los querubines. Los dos hijos de Elí, Jofní y Pinjás, acompañaron el arca.
Al entrar el arca de la alianza en el campamento, todos los israelitas lanzaron tan grandes gritos de júbilo, que hicieron retumbar la tierra. Cuando los filisteos oyeron el griterío, se preguntaron: “¿Qué significará ese gran clamor en el campamento de los hebreos?” Y se enteraron de que el arca del Señor había llegado al campamento.
Entonces los filisteos se atemorizaron. Decían: “Sus dioses han venido al campamento. ¡Pobres de nosotros! Hasta ahora no nos había sucedido una desgracia semejante. ¿Quién nos librará de la mano de esos dioses poderosos? Estos son los dioses que castigaron a Egipto con toda clase de plagas. Cobren ánimo, filisteos, y sean hombres. No sea que tengamos que servir a los israelitas, como ellos nos han servido a nosotros. Luchemos como los hombres”.
Los filisteos lucharon e Israel fue derrotado. Todos los israelitas huyeron a sus tiendas. Fue una derrota desastrosa en la que Israel perdió treinta mil soldados. El arca de Dios fue capturada y murieron Jofní y Pinjás, los dos hijos de Elí.
Palabra de Dios.
R./ Te alabamos Señor.
La protagonista de este fragmento es el arca. Los hebreos consideraban el arca de la alianza como el «signo» visible de la presencia invisible de Dios, y con este signo alimentaban su fe. He aquí que ahora los filisteos se disponen en orden de batalla contra Israel, e Israel sucumbe. Tiene lugar una gran derrota, y caen cuatro mil muertos; Israel se vuelve esclavo de los vencedores, pero antes de darse por vencido, Israel cree disponer aún de un arma invencible: el arca.
Dios se ha ligado a Israel con el pacto de la alianza, e Israel llevará el arca santa al campo de batalla. Ahora los mismos filisteos ya no se sienten seguros de la victoria. Se inicia de nuevo la batalla y, desastre terrible para Israel, les arrebatan la misma arca de Dios. Capturada ésta, Israel queda como abandonado de Dios; Israel queda sin su Dios. Haber llevado el arca de Dios al campo de batalla supone haber provocado aún más el castigo de Dios, que permite que el arca, signo de la alianza, sea arrebatada a Israel. Es la derrota total. Elí, por medio de sus hijos, habría continuado guiando a Israel, pero también éstos han muerto en la batalla, y hasta el mismo Elí, al recibir la noticia de la derrota, cae en el umbral del santuario y muere (4,13.18). Es el final. Sin embargo, no es así: Dios ha llamado a Samuel, su vocación es ya el comienzo de una nueva historia. A pesar de todo, Dios permanece fiel a la alianza. Samuel vive aún a la sombra del santuario, pero el Señor le conoce.
En su misma vocación, Dios le hace partícipe de su designio: desde ese mismo momento se convierte Samuel en alguien que representa ahora al pueblo santo y lleva consigo el destino de la nación.
EVANGELIO
Se le quitó la lepra y quedó limpio.
Del santo Evangelio según san Marcos 1, 40-45
En aquel tiempo, se le acercó a Jesús un leproso para suplicarle de rodillas: “¡Si tú quieres, puedes curarme”. Jesús se compadeció de él, y extendiendo la mano, lo tocó y le dijo: “¡Sí quiero: sana!” Inmediatamente se le quitó la lepra y quedó limpio.
Al despedirlo, Jesús le mandó con severidad: “No se lo cuentes a nadie; pero para que conste, ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo prescrito por Moisés”.
Pero aquel hombre comenzó a divulgar tanto el hecho, que Jesús no podía ya entrar abiertamente en la ciudad, sino que se quedaba fuera, en lugares solitarios, a donde acudían a él de todas partes.
Palabra del Señor.
R./Gloria a Ti, Señor Jesús.
Con este nuevo milagro hace estallar Jesús una auténtica revolución: no se aleja del leproso, como quería la Ley; no rechaza el contacto con él, no teme ninguna amenaza. Su propuesta no consiste ya en separarse del inmundo, sino en la transformación por contagio vital que va del puro al inmundo. Jesús encarna al hombre puro y sagrado que «contagia» y atrae a su propia esfera al hombre inmundo y no sagrado. El leproso «se le acercó» (v. 40): no se trata sólo de un movimiento espacial, sino también de un movimiento del espíritu, porque le dice a Jesús: «Si quieres, puedes limpiarme» (v. 40). Con la venida de Jesús cayó el muro de la Ley (cf. Ef 2,14ss), porque Dios, el Santo, el Justo, se hizo en todo solidario con nosotros, enseñándonos el acceso a él. El gesto de extender la mano indica el poder de Jesús, que se manifiesta también por medio de su Palabra imperiosa: «Quiero, queda limpio» (v. 41). La salvación no está ya en la separación y en la marginación, sino en la reintegración, porque con Jesús ha entrado en el mundo el poder salvífico mismo de Dios. En el acontecimiento histórico de Jesús se ha hecho «visible» el poder sanador de Dios, que se pone de parte de los pobres, de los últimos de la sociedad de los hombres. Jesús inaugura una sociedad nueva, una sociedad que no margina a nadie, que no separa, que no excluye, sino que es consciente de poseer el poder mismo de Dios que le ha sido dado por Jesús. Precisamente porque Jesús ha abolido el sistema que separaba lo puro de lo inmundo tal como se entendía en el mundo judío, queda libre el cristiano para Dios y para el prójimo.
MEDITATIO
Hoy se nos vuelve a proponer la cuestión decisiva para la vida de la fe: «¡Escuchar al Señor!». La Carta a los Hebreos la plantea como actitud válida para cada día. Decía un antiguo eremita: «Una voz invoca desde el fondo de tu corazón: ¡Conviértete hoy!». Allí donde no permanece con suficiente vigor este propósito, se abre camino riesgo del endurecimiento del corazón. En efecto, la escucha obediente o el rechazo desobediente no es una simple cuestión de audición física, ni siquiera una cuestión de buena voluntad. El creyente debe desarrollar una «sensibilidad» propia al respecto. Sólo con un empeño permanente se adquiere la sensibilidad suficiente para percibir la voz del Señor o para advertir sus inspiraciones.
De rebote, se corre el peligro atestiguado por el pueblo de Israel, tal como aparece en la lectura de hoy. Éste intenta construir una relación religiosa con Dios totalmente aparente, porque, a pesar de todo el aparato cultual desplegado y a pesar de las intenciones declaradas, no tiene ninguna seria intención de someterse a la decisión de Dios ni de respetar su voluntad, tal como se encuentra expresada en sus mandamientos. Los textos bíblicos nos recuerdan así una verdad que es bastante obvia: el primer paso hacia una relación auténtica con Dios consiste en la recuperación de una honestidad que aborrece toda ficción.
El Señor, por su parte, se compromete a destruir, aun aceptando el riesgo de desfigurar y de provocar una crisis de fe en los hombres, todo aparato religioso que no parta de él y sea expresión de su auténtica voluntad. A veces, el desacralizador más radical es el mismo Señor. Frente a su santidad no resiste ninguna ambigüedad. Antes o después, queda el hombre al desnudo y debe elegir con autenticidad (o bien rechazar sin fingir).
ORATIO
Concédeme, Señor Jesús, entrar contigo en la voluntad del Padre: que yo quiera lo que quiere él, que yo crea que él quiere siempre la salvación. Concédeme, con la fuerza del Espíritu, desear y pedir la verdadera curación.
CONTEMPLATIO
Los malvados llevan a cabo muchas acciones contra la voluntad de Dios, pero éste posee tanta sabiduría y poder que todos los acontecimientos que parecen contrarios a su voluntad tienden a los objetivos y fines que él mismo ha previsto como buenos y justos.
Por eso, cuando se dice que Dios ha cambiado de voluntad, de suerte que se muestra, por ejemplo, indignado con aquellos con quienes se mostraba indulgente, son ellos los que han cambiado, no Él, y en cierto sentido lo encuentran cambiado en las adversidades que padecen. Del mismo modo cambia el sol para los ojos enfermos y, en cierto modo, se convierte de apacible en irritante, de agradable en inoportuno (Agustín de Hipona, La ciudad de Dios, XXII, 2).
En todo caso, por muy fuertes que puedan ser las voluntades de los ángeles o de los hombres, buenos o malos, favorables o contrarios a lo que quiere Dios, la voluntad del Omnipotente es siempre invencible; no puede ser nunca mala, puesto que, incluso cuando inflige males, es justa, y si es justa, a buen seguro, no es mala. El Dios omnipotente, ya sea que por misericordia experimente misericordia por quien quiere, ya sea que por el juicio endurezca a quien quiere, no lleva a cabo injusticia alguna, no realiza nada contra su propia voluntad y todo lo que quiere lo hace (Agustín de Hipona, Manual XXVI, 102).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:
«Quiero, queda limpio» (Mc 1,41).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
No te pido que me cures: sería ofensiva la demanda que no puedes escuchar. Lo que pido es que me salves, que no me dejes para siempre sometido a esta muerte cotidiana.
Pido que la Nada no venza y no vuelva yo a necesitar encenderme de deseos, y viva infeliz allí como ahora aquí, solo y alejado.
Tú sabes lo que me cuestas en remordimientos y lo que yo te cuesto a ti por gracia: que no se interrumpa la competición. Yo, arrepintiéndome y tú, teniendo piedad de mí, pues es necesidad para mí fallar y para ti continuar perdiendo. Así te pienso: un Dios siempre expuesto a locuras, a contentarse por cómo somos, a perder siempre: oh Luz incandescente y piadosa.
(D. M. Turoldo, Canti ultimi, Milán 1991).
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