Lectio Divina Jueves Después de La Epifanía. El que ama a Dios, que ame también a su hermano.

 El Señor me ha enviado para llevar a los pobres la buena nueva y anunciar la liberación a los cautivos.

I Juan: 4, 19-5, 4. Lucas: 4, 14-22

 


LECTIO

 

PRIMERA LECTURA

De la primera carta del apóstol san Juan: 4, 19-5, 4

Queridos hijos: Amamos a Dios, porque él nos amó primero. Si alguno dice: "Amo a Dios" y aborrece a su hermano, es un mentiroso, pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve. Además, Jesús nos ha dado este mandamiento: El que ama a Dios, que ame también a su hermano.
Todo el que cree que Jesús es el Mesías, ha nacido de Dios. Todo el que ama a un padre, ama también a los hijos de éste. Conocemos que amamos a los hijos de Dios en que amamos a Dios y cumplimos sus mandamientos, pues el amor de Dios consiste en que cumplamos sus preceptos. Y sus mandamientos no son pesados, porque todo el que ha nacido de Dios vence al mundo. Y nuestra fe es la que nos ha dado la victoria sobre el mundo. 


Palabra de Dios. 

R/. Te alabamos, Señor.

 

Dos argumentos se entrelazan en el texto: el amor cristiano (vv. 19-21) y la fe en Jesús, componentes de un único mandamiento (vv. 1-4; 4,21). Amor y odio son inconciliables.

El amor cristiano conoce tres relaciones: el amor de Dios a nosotros, nuestro amor a Dios y nuestro amor a los hermanos. El amor a Dios y a los hermanos están intimamente ligados: «El que ama a Dios, ame también a su hermano» (v. 21); es más, el auténtico amor a Dios se manifiesta en el amor a los hermanos: «Quien no ama a su hermano al que ve, no puede amar a Dios al que no ve» (v. 20; 2,7-11; 3,20-24; Jn 13,34). Se recuerda, pues, que el amor cristiano tiene su origen en Dios, porque «Él nos ha amado primero» (v. 19) como a verdaderos hijos y, en consecuencia, nos corresponde responder al amor y generar amor. No es el hombre el que ha alcanzado a Dios con su amor, sino a la inversa, es Dios quien nos ha conquistado con la venida histórica de Jesús a nosotros. Entonces podemos verificar si verdaderamente Dios ha penetrado en nosotros sólo si somos capaces de amar a los otros: ésta es la regla maestra para saber si Dios habita en nosotros de manera estable.

Tentación constante en la vida cristiana es la de refugiarse en el amor de Dios olvidando a los otros. Ésta era la conducta de vida de los gnósticos, que se refugiaban en la esfera de lo divino, pero se desinteresaban de la esfera de la ética humana. Es a través de la fe como conocemos que Dios nos ama. Entonces el fiel amado y «nacido de Dios» (v. 1) ama no sólo al Padre y al Hijo, sino también a todos sus hermanos, nacidos de Dios. Sólo la fe y el amor, fuerzas interiores que nacen de la filiación con Dios, permiten al cristiano vencer todo lo que se opone a Cristo, cuando vive sus mandamientos (vv. 3-4).

 

EVANGELIO

Del santo Evangelio según san Lucas: 4, 14-22


En aquel tiempo, con la fuerza del Espíritu, Jesús volvió a Galilea. Iba enseñando en las sinagogas; todos lo alababan y su fama se extendió por toda la región. 

Fue también a Nazaret, donde se había criado. Entró en la sinagoga, como era su costumbre hacerlo los sábados, y se levantó para hacer la lectura. Se le dio el volumen del profeta Isaías, lo desenrolló y encontró el pasaje en que estaba escrito: 

El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para llevar a los pobres la buena nueva, para anunciar la liberación a los cautivos y la curación a los ciegos, para dar libertad a los oprimidos y proclamar el año de gracia del Señor.

Enrolló el volumen, lo devolvió al encargado y se sentó. Los ojos de todos los asistentes a la sinagoga estaban fijos en él. Entonces comenzó a hablar, diciendo: "Hoy mismo se ha cumplido este pasaje de la Escritura que acaban de oír".

Todos le daban su aprobación y admiraban la sabiduría de las palabras que salían de sus labios.

 

Palabra del Señor. 

R/. Gloria a ti, Señor Jesús.

 

Estamos ante una escena extraordinaria de la vida de Jesús, que nos describe su actividad pública y de evangelización en Galilea, caracterizada por la potencia del Espíritu Santo, por el entusiasmo de la gente que lo rodea y por su fama, que se difunde por doquier. En la sinagoga de Nazaret precisamente, Jesús lee e interpreta la palabra de Isaías 61,1-2, aplicándola a su persona. Traduce en presente la profecía de Isaías, que se convierte en manifiesto programático de toda su actividad mesiánica. Con él inicia, en efecto, el año de gracia o año jubilar (cf. Lv 25,10); con él ha bajado a la tierra el Espíritu de Dios que traerá la salvación a la humanidad: «Hoy se ha cumplido ante vosotros el pasaje de la Escritura que acabáis de escuchar» (v. 21).

El Espíritu ha consagrado a Jesús Mesías y el Reino que él anuncia es la verdad, la libertad y la novedad del mundo que Jesús hace nacer en los que lo escuchan y lo siguen. La gente queda maravillada por las palabras que proclama y todos le rinden testimonio (v. 22). La liberación que Jesús trae está destinada de modo especial a los pobres, a los oprimidos, a los prisioneros y a los ciegos, porque éstos están más abiertos que los demás al anuncio de la salvación y a la acción del Espíritu.

La Palabra de Jesús es una “alegre noticia” de vida nueva para todos los hombres. Es una palabra exigente que comprende cruz y resurrección. En el misterio pascual el creyente encuentra la plenitud y la comunión con Dios. Éste es el éxodo que todo hombre debe realizar en su vida si quiere ser, también él, liberación para los hermanos oprimidos, vivir según el Espíritu de Dios y participar en la gloria de Cristo resucitado.

 

MEDITATIO

 

Todo el evangelio no es otra cosa que el anuncio del amor de Dios hecho visible en la persona de Jesús. Amar a Dios quiere decir colocarse en la perspectiva de Dios, que ama a todo ser creado y no vacila en sacrificar a su propio Hijo unigénito para la salvación de todos los hombres. Vivir para los otros, darse, sacrificarse por su bien es vivir como Dios, es hacer lo que Jesús quiere que hagamos. Por eso hoy es urgente para todos «el deber de hacernos generosamente prójimos de todo hombre y ayudar con hechos a quien nos pasa al lado, anciano abandonado por todos o trabajador extranjero injustamente despreciado, o emigrante, o niño nacido de una unión ilegítima...» (GS 27). No podemos creernos verdaderos hijos de Dios si no nos sentimos hermanos de todo hombre, especialmente del más pobre y desgraciado.

Esta fe no sólo anima nuestra caridad cristiana en su vasto campo de operaciones, sino que se convierte en una fuerza gigantesca para luchar contra todo pecado de abuso, intolerancia, injusticia, violencia, contra todo coletazo de egoísmo, de atropello, de odio, que dominan todavía hoy en el mundo. «Solamente se puede inducir a alguien a creer en el Dios cristiano haciéndoselo amar, y se educa en el amor solamente en la medida que se ama a la persona que se trata de educar y al Dios que se trata de proponer a su amor» (R. Guelluy). Pero la lección más hermosa que podemos dar del amor a Dios y a los hermanos es la de manifestar, no sólo con palabras sino con nuestro testimonio de vida coherente, que somos capaces de amar.

 

ORATIO

 

Seas bendito, Señor de cielo y tierra, que has abierto la vía del amor para el hombre sediento de felicidad. Seas alabado, Señor de los pequeños y de los pobres, que has elegido para tu Hijo este camino para enseñarnos que en la vida sencilla y pobre te revelas con tu amor providente y generoso. Gracias te sean dadas, Señor de la paz y de la vida, por habernos regalado tu perdón: nos has hecho experimentar la alegría de tu benevolencia con la misericordia que has derramado sobre nosotros, pecadores y rebeldes, cierto, pero siempre amados y predilectos tuyos.

Envíanos, Señor, tu Espíritu de luz y de verdad, para que podamos aprender a caminar a la luz de tu sol, que es vida y alegría. Enséñanos a mirar hacia delante y no hacia atrás, para que la esperanza que emana de tu Palabra guíe nuestros pasos vacilantes e inseguros, y sepamos coger, en el sendero de nuestra existencia, no las flores que se marchitan, sino las mejores y más perfumadas del amor a los hermanos para ofrecértelas a ti. Seas siempre amado, Señor, conservando el primer puesto en nuestro corazón, a menudo inquieto y en búsqueda de novedades y de satisfacciones. Sólo tú puedes saciar nuestra sed de felicidad y de vida. Haz, Señor, que nuestro camino vaya siempre acompañado por tu presencia amorosa, porque sin ti nada podemos y nuestro corazón sólo en ti puede encontrar su descanso.

 

CONTEMPLATIO

 

A quienes han sido juzgados dignos de llegar a ser hijos de Dios y de nacer de lo alto por el Espíritu Santo, sucede que lloran y se afligen por todo el género humano: ellos imploran con lágrimas por el Adán total, inflamados como están de amor espiritual por toda la hu manidad. A veces, sin embargo, su espíritu se inunda de tanta alegría y tanto amor que, si fuera posible, meterían en su corazón a todos los hombres sin distinguir entre buenos y malos. Otras veces, también, con espíritu humilde, se rebajan de tal modo ante todo ser humano, que llegan a considerarse los últimos e ínfimos de todos. Luego de esta experiencia el Espíritu los hace vivir nuevamente un gozo inenarrable (Pseudo-Macario, Homilía 18).

 

ACTIO

 

Repite a menudo y vive hoy la Palabra:

 

«El que no ama a su hermano al que ve, no puede amar Dios a quien no ve» (1 Jn 4,21).

 

 

PARA LA LECTURA ESPIRITUAL

 

Tú me has mandado a los hombres. Has cargado sobre mis espaldas el grave peso de tus poderes y la fuerza de tu gracia, y me has ordenado avanzar. Dura y casi ruda tu palabra que me envía lejos de ti, a tus criaturas que quieres salvar, a los hombres. He tratado con ellos desde siempre, antes incluso de que tu palabra me consagrase para esta misión. He procurado amar y ser amado, he tratado de ser buen amigo y de tener buenos amigos. Es hermoso estar así con los hombres, y fácil también. Porque se va sólo a los que uno elige y se queda entre ellos mientras se está a gusto. Pero ahora no: los hombres a los que soy enviado los has escogido tú, no yo, y no debo ser su amigo, sino su servidor. Y el hecho de que me fastidien no es ya la señal para irme, como antes, sino tu orden de quedarme.

¡Qué criaturas éstas, Dios mío, a las que me has mandado, lejos de ti! Los más no reciben en modo alguno a tu enviado, no aprecian en absoluto tus dones, tu gracia, tu verdad, con que me envías a ellos. Y yo debo, sin embargo, volver una y otra vez a sus puertas, importuno como un vendedor ambulante con su quincalla. Si, al me nos, supiese con certeza que es a ti a quien rechazan cuando no me reciben, me consolaría. Pues quizás también yo cerraría la puerta de mi vida si uno como yo viniese a llamar diciéndose enviado por ti.

Y ¿qué decir de los que me admiten en su vida? Oh Señor, éstos desean muy otra cosa que lo que yo les llevo de tu parte (...). ¿Qué quieren de mí? Si no es dinero lo que buscan, o una ayuda material, o el pequeño alivio de la compasión, me miran como a una especie de agente de seguros con el que van a concertar una póliza para la vida del más allá (...).

Señor, enséñame a orar y a amarte. Entonces olvidaré en ti mi miseria, porque tendré conmigo lo que me hará olvidarla: el amor paciente, que presta tu riqueza a la pobreza de mis hermanos. Y sólo entonces seré un hermano para los hombres, alguien que les ayuda a encontrar al único que necesitan, a ti, Dios de mis hermanos (K. Rahner, Palabras al silencio. Oraciones cristianas, Estella 101998).

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