Lectio Divina Martes XIII del Tiempo Ordinario A. CONFÍO EN EL SEÑOR, MI ALMA ESPERA Y CONFÍA EN SU PALABRA
El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para
llevar a los pobres la buena nueva, para proclamar el año de gracia del Señor y
el día de la redención
Amós
3,1-8; 4,11ss Mateo 8,28-34
LECTIO
Primera lectura: Amós 3,1-8; 4,11ss
Escuchen esta palabra que el Señor pronuncia contra ustedes, hijos
de Israel, contra toda la familia que yo saqué de Egipto: De todas las familias
de la tierra sólo a ustedes los elegí,
por eso los castigaré por todas sus maldades.
¿Van juntos de camino dos que no se conocen? ¿Ruge el león en la
selva sin haber hallado presa? ¿Gruñe el leoncillo desde su guarida sin haber
cazado nada? ¿Cae el pájaro en tierra
si no le han tendido una trampa? ¿Salta la trampa del suelo sin
haber cazado nada? ¿Suena la trompeta en la ciudad sin que el pueblo se alarme?
¿Sobreviene una desgracia a la ciudad
sin que la envíe el Señor? Nada hace el Señor sin revelárselo a
sus siervos los profetas. Ruge el león: ¿quién no temblará? Habla el Señor:
¿quién no profetizará? Los desbaraté como hice con Sodoma y Gomorra; eran como
un tizón sacado de un incendio; pero no han vuelto a mí. Oráculo del Señor. Por
eso te voy a tratar así, Israel, y porque así te voy a tratar, prepárate,
Israel, a comparecer ante Dios.
La alianza entre el Señor e Israel, que es «salida» y «liberación»
de Egipto, no puede ser motivo de exoneración de su compromiso para el pueblo
de Israel, que no puede sentirse asegurado a ultranza por un Dios indiferente o
cómplice. El Dios de Israel se preocupa de su pueblo y lo libera para que se
vuelva semejante a él, a fin de que le imite y le siga. Es Padre, no padrino;
es aliado, no protector; es madre, no suplente. Las siete preguntas retóricas
del texto preparan la clarificación de la necesidad que tiene Dios de hablar y
profeta de profetizar. Lo que sale a flote es, sin embargo, la verdad de la
relación de alianza entre el Señor y su pueblo. Este último está subordinado a
la elección, y no viceversa: Dios es fiel a sí mismo, corresponde a sí mismo y,
eligiendo a Israel, lo compromete a asumir una responsabilidad superior. Por
todo ello, el encuentro con su propio Señor es para Israel -tanto para el
antiguo como para el nuevo Israel, siempre maravilloso y siempre terrible, al
mismo tiempo turbador y apasionante.
Evangelio: Mateo 8,23-27
En aquel tiempo, Jesús subió a una barca y sus discípulos lo
siguieron. De pronto, se alborotó el lago de tal manera que las olas cubrían la
barca, pero Jesús estaba dormido. Los
discípulos se acercaron y lo despertaron diciéndole: -Señor,
sálvanos, que perecemos.
Él les dijo: -¿Por qué tienen miedo, hombres de poca fe?
Entonces se levantó, increpó a los vientos y al lago, y sobrevino
una gran calma. Y aquellos hombres, maravillados, se preguntaban: ¿Qué clase de
hombre es éste, que hasta los vientos y el lago le obedecen?
La Iglesia es una barca en medio de la tempestad, Jesús duerme. La
experiencia del abandono del Señor -de la Iglesia que abandona a su Jesús y de
Jesús que deja a su Iglesia- marca hasta el fondo esta página evangélica. Rogar
al Señor, acercarse a él y despertarlo (Despiertate, Señor, ¿por qué duermes?»:
cf. Sal 44,24) e implorarle: «Señor, sálvanos, que perecemos», significa volver
a encontrarnos a nosotros mismos como creyentes, como fieles, como discípulos,
y encontrar a Jesús como Señor y como Cristo. La tempestad de la pasión, el triunfo
de la muerte, quedan dispersados por la presencia de quien recompone con
autoridad el orden de la gracia.
De modo diferente a los paralelos de Marcos у de Lucas, sin
embargo, aquí Jesús reprocha a los discípulos su poca fe antes de calmar las
olas. El señorío de Jesús y la fe de los discípulos se reclaman recíprocamente,
aunque no puede haber entre ellos una perfecta reciprocidad.
El hecho de que Jesús duerma indica, al mismo tiempo, el drama de
la muerte del Hijo del hombre, que es un desafío para la fe de la Iglesia, y la
serena confianza en el Padre por parte de aquel que «se hizo obediente hasta la
muerte y muerte de cruz» (Flp 2,8).
MEDITATIO
MOMENTO EXTRAORDINARIO DE ORACIÓN
EN TIEMPOS DE EPIDEMIA
EN TIEMPOS DE EPIDEMIA
PRESIDIDO
POR EL SANTO PADRE
FRANCISCO
Atrio de
la Baslica de San Pedro
Viernes, 27 de marzo de 2020
Viernes, 27 de marzo de 2020
«Al atardecer» (Mc 4,35).
Así comienza el Evangelio que hemos escuchado. Desde hace algunas semanas
parece que todo se ha oscurecido. Densas tinieblas han cubierto nuestras
plazas, calles y ciudades; se fueron adueñando de nuestras vidas llenando todo
de un silencio que ensordece y un vacío desolador que paraliza todo a su paso:
se palpita en el aire, se siente en los gestos, lo dicen las miradas. Nos
encontramos asustados y perdidos. Al igual que a los discípulos del Evangelio,
nos sorprendió una tormenta inesperada y furiosa. Nos dimos cuenta de que
estábamos en la misma barca, todos frágiles y desorientados; pero, al mismo
tiempo, importantes y necesarios, todos llamados a remar juntos, todos
necesitados de confortarnos mutuamente. En esta barca, estamos todos. Como esos
discípulos, que hablan con una única voz y con angustia dicen: “perecemos” (cf.
v. 38), también nosotros descubrimos que no podemos seguir cada uno por nuestra
cuenta, sino sólo juntos.
Es fácil identificarnos con esta
historia, lo difícil es entender la actitud de Jesús. Mientras los discípulos,
lógicamente, estaban alarmados y desesperados, Él permanecía en popa, en la
parte de la barca que primero se hunde. Y, ¿qué hace? A pesar del ajetreo y el
bullicio, dormía tranquilo, confiado en el Padre —es la única vez en el
Evangelio que Jesús aparece durmiendo—. Después de que lo despertaran y que
calmara el viento y las aguas, se dirigió a los discípulos con un tono de
reproche: «¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?» (v. 40).
Tratemos de entenderlo. ¿En qué consiste
la falta de fe de los discípulos que se contrapone a la confianza de Jesús?
Ellos no habían dejado de creer en Él; de hecho, lo invocaron. Pero veamos cómo
lo invocan: «Maestro, ¿no te importa que perezcamos?» (v. 38). No te
importa: pensaron que Jesús se desinteresaba de ellos, que no les prestaba
atención. Entre nosotros, en nuestras familias, lo que más duele es cuando
escuchamos decir: “¿Es que no te importo?”. Es una frase que lastima y desata
tormentas en el corazón. También habrá sacudido a Jesús, porque a Él le
importamos más que a nadie. De hecho, una vez invocado, salva a sus discípulos
desconfiados.
La tempestad desenmascara nuestra
vulnerabilidad y deja al descubierto esas falsas y superfluas seguridades con
las que habíamos construido nuestras agendas, nuestros proyectos, rutinas y
prioridades. Nos muestra cómo habíamos dejado dormido y abandonado lo que
alimenta, sostiene y da fuerza a nuestra vida y a nuestra comunidad. La
tempestad pone al descubierto todos los intentos de encajonar y olvidar lo que
nutrió el alma de nuestros pueblos; todas esas tentativas de anestesiar con
aparentes rutinas “salvadoras”, incapaces de apelar a nuestras raíces y evocar
la memoria de nuestros ancianos, privándonos así de la inmunidad necesaria para
hacerle frente a la adversidad.
Con la tempestad, se cayó el maquillaje
de esos estereotipos con los que disfrazábamos nuestros egos siempre
pretenciosos de querer aparentar; y dejó al descubierto, una vez más, esa
(bendita) pertenencia común de la que no podemos ni queremos evadirnos; esa
pertenencia de hermanos.
«¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no
tenéis fe?». Señor, esta tarde tu Palabra nos interpela se dirige a todos.
En nuestro mundo, que Tú amas más que nosotros, hemos avanzado rápidamente,
sintiéndonos fuertes y capaces de todo. Codiciosos de ganancias, nos hemos
dejado absorber por lo material y trastornar por la prisa. No nos hemos
detenido ante tus llamadas, no nos hemos despertado ante guerras e injusticias
del mundo, no hemos escuchado el grito de los pobres y de nuestro planeta
gravemente enfermo. Hemos continuado imperturbables, pensando en mantenernos
siempre sanos en un mundo enfermo. Ahora, mientras estamos en mares agitados,
te suplicamos: “Despierta, Señor”.
«¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no
tenéis fe?». Señor, nos diriges una llamada, una llamada a la fe. Que no es
tanto creer que Tú existes, sino ir hacia ti y confiar en ti. En esta Cuaresma
resuena tu llamada urgente: “Convertíos”, «volved a mí de todo corazón» (Jl 2,12).
Nos llamas a tomar este tiempo de prueba como un momento de elección.
No es el momento de tu juicio, sino de nuestro juicio: el tiempo para elegir
entre lo que cuenta verdaderamente y lo que pasa, para separar lo que es
necesario de lo que no lo es. Es el tiempo de restablecer el rumbo de la vida
hacia ti, Señor, y hacia los demás. Y podemos mirar a tantos compañeros de
viaje que son ejemplares, pues, ante el miedo, han reaccionado dando la propia
vida. Es la fuerza operante del Espíritu derramada y plasmada en valientes y
generosas entregas. Es la vida del Espíritu capaz de rescatar, valorar y
mostrar cómo nuestras vidas están tejidas y sostenidas por personas comunes
—corrientemente olvidadas— que no aparecen en portadas de diarios y de
revistas, ni en las grandes pasarelas del último show pero,
sin lugar a dudas, están escribiendo hoy los acontecimientos decisivos de
nuestra historia: médicos, enfermeros y enfermeras, encargados de reponer los
productos en los supermercados, limpiadoras, cuidadoras, transportistas,
fuerzas de seguridad, voluntarios, sacerdotes, religiosas y tantos pero tantos
otros que comprendieron que nadie se salva solo. Frente al sufrimiento, donde
se mide el verdadero desarrollo de nuestros pueblos, descubrimos y
experimentamos la oración sacerdotal de Jesús: «Que todos sean uno» (Jn 17,21).
Cuánta gente cada día demuestra paciencia e infunde esperanza, cuidándose de no
sembrar pánico sino corresponsabilidad. Cuántos padres, madres, abuelos y
abuelas, docentes muestran a nuestros niños, con gestos pequeños y cotidianos,
cómo enfrentar y transitar una crisis readaptando rutinas, levantando miradas e
impulsando la oración. Cuántas personas rezan, ofrecen e interceden por el bien
de todos. La oración y el servicio silencioso son nuestras armas vencedoras.
«¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no
tenéis fe?». El comienzo de la fe es saber que necesitamos la salvación. No
somos autosuficientes; solos nos hundimos. Necesitamos al Señor como los
antiguos marineros las estrellas. Invitemos a Jesús a la barca de nuestra vida.
Entreguémosle nuestros temores, para que los venza. Al igual que los
discípulos, experimentaremos que, con Él a bordo, no se naufraga. Porque esta
es la fuerza de Dios: convertir en algo bueno todo lo que nos sucede, incluso
lo malo. Él trae serenidad en nuestras tormentas, porque con Dios la vida nunca
muere.
El Señor nos interpela y, en medio de
nuestra tormenta, nos invita a despertar y a activar esa solidaridad y
esperanza capaz de dar solidez, contención y sentido a estas horas donde todo
parece naufragar. El Señor se despierta para despertar y avivar nuestra fe
pascual. Tenemos un ancla: en su Cruz hemos sido salvados. Tenemos un timón: en
su Cruz hemos sido rescatados. Tenemos una esperanza: en su Cruz hemos sido
sanados y abrazados para que nadie ni nada nos separe de su amor redentor. En
medio del aislamiento donde estamos sufriendo la falta de los afectos y de los
encuentros, experimentando la carencia de tantas cosas, escuchemos una vez más
el anuncio que nos salva: ha resucitado y vive a nuestro lado. El Señor nos
interpela desde su Cruz a reencontrar la vida que nos espera, a mirar a
aquellos que nos reclaman, a potenciar, reconocer e incentivar la gracia que
nos habita. No apaguemos la llama humeante (cf. Is 42,3), que
nunca enferma, y dejemos que reavive la esperanza.
Abrazar su Cruz es animarse a abrazar
todas las contrariedades del tiempo presente, abandonando por un instante
nuestro afán de omnipotencia y posesión para darle espacio a la creatividad que
sólo el Espíritu es capaz de suscitar. Es animarse a motivar espacios donde
todos puedan sentirse convocados y permitir nuevas formas de hospitalidad, de
fraternidad y de solidaridad. En su Cruz hemos sido salvados para hospedar la
esperanza y dejar que sea ella quien fortalezca y sostenga todas las medidas y
caminos posibles que nos ayuden a cuidarnos y a cuidar. Abrazar al Señor para
abrazar la esperanza. Esta es la fuerza de la fe, que libera del miedo y da
esperanza.
«¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no
tenéis fe?». Queridos hermanos y hermanas: Desde este lugar, que narra la
fe pétrea de Pedro, esta tarde me gustaría confiarlos a todos al Señor, a
través de la intercesión de la Virgen, salud de su pueblo, estrella del mar
tempestuoso. Desde esta columnata que abraza a Roma y al mundo, descienda sobre
vosotros, como un abrazo consolador, la bendición de Dios. Señor, bendice al
mundo, da salud a los cuerpos y consuela los corazones. Nos pides que no
sintamos temor. Pero nuestra fe es débil y tenemos miedo. Mas tú, Señor, no nos
abandones a merced de la tormenta. Repites de nuevo: «No tengáis miedo» (Mt 28,5).
Y nosotros, junto con Pedro, “descargamos en ti todo nuestro agobio, porque Tú
nos cuidas” (cf. 1 P 5,7).
ORATIO
Oh Señor, tú fuiste capaz de dormir, fuiste capaz de morir.
Enséñanos a descubrir en tu obediencia el secreto de nuestra libertad, en tu
muerte el secreto de nuestra vida, en tu sueño el misterio de nuestra
vigilancia.
Oh Espíritu del Resucitado, ayúdanos a prestar oído a la voz de la
profecía que se eleva desde los lugares más inesperados de la tierra, desde el
mar, desde el cielo; estos lugares repiten inconscientes las notas más
profundas de tu indefectible solicitud.
Oh Padre de todos nosotros, concédenos una palabra firme en las
incertidumbres y una mirada clarividente entre las olas, a fin de que la
autoridad de tu Hijo pueda hacerse presente en el Espíritu, que visita y anima siempre
a tu Iglesia.
CONTEMPLATIO
Por tanto, también el sueño de Cristo es signo de algún misterio.
Los navegantes son las almas que pasan este mundo en un madero. También la nave
aquella figuraba a la Iglesia. Cada uno, en efecto, es templo de Dios y cada
uno navega en su corazón. Si sus pensamientos son rectos, no naufragará. Oíste
una afrenta, he ahí el viento. Te airaste, he ahí el oleaje. Soplando el viento
y encrespándose el oleaje, se halla en peligro la nave, peligra tu corazón,
fluctúa tu corazón. Oída la afrenta, deseas vengarte. Te vengaste y, cediendo a
la injuria ajena, naufragaste. ¿Cuál es la causa? Porque duerme en ti Cristo.
¿Qué significa: duerme en ti Cristo? Te olvidaste de Cristo. Despierta, pues, a
Cristo,
acuérdate de él, esté despierto en ti: piensa en él (Agustín, Sermón 63, 1ss [traducción española de
Lope Cilleruelo y otros, BAC, Madrid 1983]).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:
«Habla el Señor: ¿quién no
profetizará?» (Am 3,8b).
PARA
LA LECTURA ESPIRITUAL
Consideremos el insomnio [...]. El insomnio se caracteriza por la
conciencia de que esta situación no acabará nunca, esto es, que no existe ya
ningún medio para salir de la vigilancia a la que estamos obligados. Una
vigilancia sin objeto [...]. Con todo, es preciso que nos preguntemos si la
conciencia se deja definir por la vigilancia, si la conciencia no es, más bien,
la posibilidad de sustraernos a ciencia no consiste tal vez en ser una vigilancia
puesta al abrigo de una posibilidad de dormir; si el particular modo de ser del
yo no consiste en el poder de salir de la situación de la vigilancia
impersonal. La conciencia participa ya, en efecto, en la vigilancia. Sin
embargo, lo que la caracteriza de modo particular es el hecho de reservarse
siempre la posibilidad de retirarse «detrás», para dormir. La conciencia es el
poder de dormir. En esta fuga plena consiste, en cierto sentido, la paradoja
misma de la conciencia (E. Lévinas, Il
Tempo e l'Altro, Génova 1997,
pp. 22-25 [edición española: El
tiempo y el otro, Ediciones Paidós ibérica, Barcelona 1993]).
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