Lectio Divna X Lunes del Tiempo Ordinario A. SIEMPRE ME CUIDARÁ EL SEÑOR
Alégrense y salten de contento,
porque su premio será grande en los cielos
Reyes 17,1-6 Salmo 12 Mateo
5,1-12
LECTIO
Por aquel tiempo, el profeta Elías, del pueblo de Tisbé, en Galaad, le dijo al rey Ajab: "Juro por Dios, el Señor de Israel, a quien yo sirvo, que en estos años no habrá rocío ni lluvia, si yo no lo mando". Luego, el Señor le dijo a Elías: "Vete de aquí; dirígete hacia el oriente y escóndete en el torrente de Kerit, que queda al este del Jordán. Bebe del torrente y yo les encargaré a los cuervos que te lleven de comer".
Elías hizo lo que le mandó el Señor, y se fue a vivir en el torrente de Kerit, que queda al este del Jordán. Los cuervos le llevaban pan y carne por la mañana y por la tarde, y bebía del torrente.
Palabra de Dios.
Te alabamos, Señor.
Reemprendemos hoy la
lectura del libro Primero de los Reyes, que habíamos iniciado la cuarta semana
del tiempo ordinario. En él se habla de la sucesión davídica, del reino de
Salomón y del cisma político-religioso (931 a. de C.) entre las diez tribus del
Norte (Israel, con capital en Samaría) y Judá y Benjamín (con capital en
Jerusalén). El reino del Norte conoció la alternancia de una decena de casas
reinantes, mientras que el del Sur fue regido siempre por la estirpe de David.
Las lecturas de los
libros de los Reyes siguen con el «ciclo de Elías». Procedía éste de Galaad
(Transjordania), donde estaba vigente un yahvismo vigoroso. El profeta había
sido enviado al rey Ajab (874-853), esposo de la fenicia Jezabel, hija del rey
de Tiro y Sidón. Ésta había introducido en Samaría el culto de Baal, el dios de
Tiro propiciador de la lluvia (1 Re 18,19), que, sin embargo, no está en
condiciones de asegurarla a sus devotos. Elías, cuyo nombre significa «el Señor
es mi Dios», es puesto a salvo y protegido directamente por el cielo. Como los
judíos en el desierto, se alimenta de manera milagrosa con pan y carne.
Los «profetas
anteriores» (nuestros «libros históricos»), así llamados por la tradición
judía, nos presentan una historia que se hace teología. En efecto, los libros
de los Reyes constituyen una sección de la historia sagrada escrita con la
intención de mostrar que la alianza entre Dios y su pueblo se rige por el
principio de la retribución: si el pueblo es fiel, Dios lo bendice; si es
infiel, lo abandona a un destino de muerte.
El lector de estas
páginas está invitado, no obstante, a ver en las calamidades que se abaten
sobre el pueblo infiel «castigos» divinos destinados a la conversión. En nuestro
caso, la sequía es signo de la reprobación divina de los cultos cananeos
patrocinados por Jezabel, que se convirtió en símbolo del sincretismo religioso
(Ap 2,20). De hecho, Israel estuvo siempre amenazado por los cultos paganos
arraigados en la tierra de la que tomó posesión bajo la guía de Moisés y de
Josué.
Del salmo 120,1-2.3-4.5-6. 7-8.
R/. Siempre me cuidará el Señor.
La mirada dirijo hacia la altura de donde ha de venirme todo auxilio. El auxilio me viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra. R/.
No dejará que des un paso en falso, pues es tu guardián y nunca duerme. No, jamás se dormirá o descuidará el guardián de Israel. R/.
El Señor te protege y te da sombra, está siempre a tu lado. No te hará daño el sol durante el día ni la luna, de noche. R/.
Te guardará el Señor en los peligros y cuidará tu vida; protegerá tus ires y venires, ahora y para siempre. R/.
ACLAMACIÓN ANTES DEL EVANGELIO Mt 5,1- 12
R/. Aleluya, aleluya.
Alégrense y salten de contento, porque su premio será grande en los cielos. R/.
EVANGELIO
Dichosos los pobres de espíritu.
Del santo Evangelio según san Mateo: 5,1-12
En aquel tiempo, cuando Jesús vio a la muchedumbre, subió al monte y se sentó. Entonces se le acercaron sus discípulos. Enseguida comenzó a enseñarles, y les dijo: "Dichosos los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos. Dichosos los que lloran, porque serán consolados. Dichosos los sufridos, porque heredarán la tierra. Dichosos los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados. Dichosos los misericordiosos, porque obtendrán misericordia. Dichosos los limpios de corazón, porque verán a Dios. Dichosos los que trabajan por la paz, porque se les llamará hijos de Dios. Dichosos los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los cielos.
Dichosos serán ustedes cuando los injurien, los persigan y digan cosas falsas de ustedes por causa mía. Alégrense y salten de contento, porque su premio será grande en los cielos, puesto que de la misma manera persiguieron a los profetas que vivieron antes que ustedes". Palabra del Señor. Gloria a ti, Señor Jesús.
Los capítulos 5-9 de Mateo constituyen una sección compacta, como
se desprende de las dos frases, sustancialmente idénticas, que les sirven de
marco (4,23 y 9,35). La sección abarca el «sermón del monte», verdadera carta
magna del Reino (capítulos 5-7), y la narración de diez milagros (capítulos
8-9), presentándonos, por consiguiente, a Cristo maestro, cuya divina Palabra
no sólo está dotada de autoridad, sino que es también eficaz.
El evangelista Mateo
considera a Cristo como el nuevo Moisés, como aquel que comunica la «nueva Ley»
en el monte de las bienaventuranzas -el monte-, cuya imagen anticipadora era el
Sinaí. El que estamos examinando es el primero de los cinco grandes discursos
pronunciados por el Señor y comienza con la proclamación de las ocho bienaventuranzas
del « Reino» (palabra que se repite en la primera y en la última), a las que se
añade otra más. La inminencia del Reino apela a la conversión; la perspectiva
escatológica que parece dominar la proclamación de las bienaventuranzas se
traduce en un mensaje de salvación y se resuelve como imperativo moral, puesto
que traza «un modo perfecto de vida cristiana» (Agustín).
La expresión «pobres
en el espíritu», si bien no se encuentra en el Antiguo Testamento (aunque
aparece en los textos de Qumrán), refleja un aspecto fundamental: la espera del
Reino por parte de los últimos. A ellos está reservada la posesión de la tierra
prometida (Sal 37,11) y, por consiguiente, del Reino, cuya instauración, según la
esperanza bíblica, está destinada a registrar por lo menos un arranque ya desde
aquí abajo: «... suyo es el Reino de los Cielos».
El consuelo está
presentado como un rasgo característico de Dios y como don mesiánico por
excelencia (Is 61,2; cf. Lc 2,25). El mismo Cristo se considera un Consolador, y
con este título anuncia el don del Espíritu Santo (Jn 14,26; 15,26; 16,7). La «justicia»
(término que se repite cinco veces en el sermón del monte) indica el recto cumplimiento
de la voluntad divina, perseguido con impulso y determinación (hambre y sed),
y, por consiguiente, connota el acceso a la salvación y constituirá la razón
misma de la encarnación del Verbo: su nombre será «Señor-nuestra-Justicia»
(Jr 23,6). De ahí se sigue el imperativo: «Buscad ante todo el Reino de Dios
y su justicia» (Mt 6,33). La misericordia pasa a ser, de prerrogativa divina,
aspecto cualificativo del discípulo: «Sed misericordiosos como vuestro Padre
es misericordioso» (Lc 6,36). La misericordia, en efecto, prevalecerá sobre
el juicio (cf. Sant 2,23).
«Corazón puro»
es una expresión que se repite en las Escrituras (Sal 24,3ss; 51,12; 73,13;
Prov 22,11, etc.) y es sinónimo de «corazón sencillo» (cf. Sab 1,1; Ef
6,5), que no tiene doblez (Sant 4,8). Ésta es la condición que hace posible la
visión de Dios, visión que no se concede al hombre en esta tierra (Ex 33,20),
sino que está preparada para el cielo, cuando “lo veremos tal cual es”
(I Jn 3,2), «cara a cara» (1 Cor 13,12). «Constructor de la paz» es Dios
mismo (Col 1,20), definido repetidamente por Pablo como «el Dios de la paz».
A Cristo, su Enviado, se le anuncia como el rey mesiánico pacífico (Zac 9,9),
«Príncipe de la paz» (Is 9,15), una paz que da a sus discípulos (Jn 14,27;
16,33; cf. Lc 2,14). La paz constituye, por último, un «fruto del Espíritu»
(Gal 5,22; Rom 14,17). Los «hijos de la paz» (cf. Lc 10,6) no podrán
dejar de ser, por consiguiente, «hijos de Dios».
La persecución «a
causa de la justicia» (Lc 6,22 precisa: «a causa del Hijo del hombre»)
no es otra cosa que el precio que hay que pagar por la coherencia y por el testimonio
evangélico. La invitación a alegrarse en medio de la tribulación y en medio de
las pruebas ha
sido ampliamente recibida en la experiencia apostólica (Hch 5,41;
2 Cor 1,5; 12,10; Sant 1,2-4; 1 Pe 1,6; 4,12-16, etc.). La participación en los
sufrimientos de Cristo, acogidos en beneficio de su Iglesia (Col 1,24), nos
asocia a la gloria de la resurrección (Flp 3,10ss).
MEDITATIO
El Verbo no nos habla ya a través de intermediarios, sino en
persona («abriendo su boca»), y con su enseñanza restituye el hombre a
sí mismo, lo hace más humano. La Ley nueva empieza sustituyendo el orgullo, triste
herencia del pecado original, por la humildad, que es «principio de la
bienaventuranza» (Glosa). Aquí reside la paradoja que atraviesa todo el
sermón del monte, verdadero código de liberación, rechazado por el «hombre
natural incapaz de percibir las cosas de Dios» (cf. 1 Cor 2,14). En efecto,
«la bienaventuranza empieza allí donde para los hombres comienza la desventura»
(Ambrosio). Las bienaventuranzas evangélicas abarcan el obrar y el padecer del
creyente, que, por eso mismo, recibe el título real de «hijo de Dios».
Me planteo algunas
preguntas. ¿Me reconozco como un «mendigo» respecto al Señor? ¿Me considero
antes que nada a mí mismo «tierra prometida», de la que
debo «tomar posesión» a través de un camino de interioridad y de
dominio de mí mismo? Y con respecto a la humanidad, ¿«hago duelo» por los males
que la afligen? ¿Dejo aflorar esta triple actitud del espíritu que caracteriza
al pueblo de las bienaventuranzas...?
ORATIO
Señor Jesucristo, tú subiste al monte con tus discípulos para
enseñar las cimas más altas de las virtudes, y desde allí, al transmitirnos las
bienaventuranzas, nos enseñaste a llevar una vida virtuosa a la que prometiste el
premio. Concédeme a mí, frágil criatura, escuchar tu voz, y así ejercitarme en
la práctica de las virtudes, conseguir su mérito y, por tu misericordia,
recibir el premio. Haz que pensando en la recompensa celestial no rechace su
precio, sino que la esperanza de la salvación eterna mitigue en mí el dolor de
la medicina terrena e inflame mi ánimo con el luminoso cumplimiento de obras
buenas. Concédeme a mí, miserable criatura, la bienaventuranza fruto de la
gracia en esta vida, para poder gozar de la bienaventuranza de la gloria en la
patria celestial (Landulfo de Sajonia, Vita Jesu Christi).
CONTEMPLATIO
Escuchemos con extrema atención las palabras del Señor. Fueron
dichas, entonces, para todos los que estaban presentes, pero está claro que
fueron escritas para todos aquellos que vendrían a continuación. Por eso se
dirige Jesús en su sermón a los discípulos, pero
no restringe lo que dice a sus personas; hablando en general y de
modo indeterminado, declara «bienaventurados» a todos (Juan Crisóstomo, Comentario
al evangelio de Mateo, 15, 1).
«Dichosos los pobres
en el espíritu.» Jesús precisa: «en el espíritu». Quiere hacernos
comprender que aquí se trata de la humildad, no de la pobreza material.
Dichosos aquellos que, gracias a un don del Espíritu Santo, han perdido su
propia voluntad. Es a este tipo de pobres a quienes se dirige el Salvador,
hablando por la boca de Isaías: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque
el Señor me ha ungido. Me ha enviado para dar la Buena Nueva a los pobres»
(Is 61,1) (Jerónimo, Comentario al evangelio de Mateo).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:
«Dichosos los pobres en el espíritu» (Mt 5,3).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
También el mundo, Señor,
proclama sus bienaventuranzas,
diametralmente opuestas a las tuyas:
dichosos los ricos
que no se fijan en la miseria de los otros,
sino que acumulan riquezas sólo para sí mismos.
Hazme comprender, Señor,
dónde está la verdadera riqueza
esa que prometes a quienes te siguen.
También el mundo, Señor,
alardea sus promesas,
diametralmente opuestas a las tuyas:
dichosos los poderosos
que no piensan en el débil necesitado de ayuda,
sino que avanzan seguros por su camino.
Hazme comprender, Señor,
cuál es la fuerza invencible
que das a tus fieles.
También el mundo, Señor,
ostenta su justicia,
diametralmente opuesta a la tuya:
dichosos los listos
que no piensan en los otros,
sino que los explotan para su propio éxito.
Hazme comprender, Señor,
dónde puedo encontrar la sensatez
que tú garantizas a quien la busca.
También el mundo, Señor,
presenta su manifiesto,
diametralmente opuesto al tuyo:
dichosos los vividores
que no se preocupan del mañana,
sino que buscan arrebatar el momento fugaz.
Hazme comprender, Señor,
cuáles son las verdaderas alegrías,
esas que no permites que falten a tus hijos.
(C. Ghidelli, Beatitudine evangeliche e spiritualità laicale,
Brescia 1996, pp. 21ss).
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