Lectio Divina Solemnidad del Santísimos Cuerpo y Sangre de Cristo
Solemnidad del Santísimos Cuerpo y Sangre de Cristo
LECTIO
Primera lectura: Deuteronomio 8,2-3.14-16
Moisés habló al pueblo
diciendo:
Acuérdate del camino
que el Señor, tu Dios, te ha hecho recorrer durante estos cuarenta años a
través del desierto, con el fin de humillarte y probarte, para ver si observas
de corazón sus mandatos o no. "Te ha humillado y te ha hecho sentir hambre;
te ha alimentado con el maná, un alimento que no conocías ni habían conocido
tus antepasados, para que aprendieras que no sólo de pan vive el hombre, sino
de todo lo que sale de la boca del Señor. No te olvides del Señor, tu Dios. Fue
él quien te sacó de Egipto, de aquel lugar de esclavitud;
quien te ha conducido a través de ese inmenso y terrible desierto,
lleno de serpientes venenosas y escorpiones, tierra sedienta y sin agua; fue él
quien hizo brotar para ti agua de la roca de pedernal y te ha alimentado en el
desierto con el maná, un alimento que no conocieron tus antepasados.
Palabra de Dios
Te alabamos Señor.
El trasfondo de la primera
lectura nos introduce en la espantosa y asoladora aspereza del desierto
sinaitico: el hambre atroz, la sed aterradora, la piedra pelada, los riesgos
mortales, los estragos del camino, las alimañas, serpientes venenosas y
alacranes temibles. En una palabra, un entorno de muerte donde el hombre no
puede sobrevivir con sus solas fuerzas. De hecho, nadie, solo y por su cuenta,
lo intenta. Se sentiría humillado en su altanería. Choca contra su propia
debilidad y es incapaz de conseguirlo. Entonces advierte que la única confianza
la puede encontrar exclusivamente en Dios. Uno solo no lo logra.
No en balde dice el
texto: «Te ha humillado y te ha hecho sentir hambre» (v. 3) antes de
darte el pan y el agua. Y, en efecto, sólo Dios ha salvado a Israel. Le ha dado
la «Palabra que sale de la boca del Señor». La Palabra de Dios es el
verdadero regalo del Señor. El maná es entendido como una demostración: «No
sólo de pan vive el hombre, sino de todo lo que sale de la boca de Dios».
La Palabra de Dios es
la protagonista principal de esta historia en el desierto. Sin ella, el maná no
habría aparecido en el árido peñascal del desierto. Sólo así, en el páramo del
desierto, donde el hombre no puede subsistir con sus propios medios, sino que
tiene que rendirse y depender de Dios, el maná y la Palabra divina se convierten
en la misma realidad.
Segunda lectura: 1 Corintios 10,16-17
Hermanos:
El cáliz de bendición
que bendecimos ¿no nos hace entrar en comunión con la sangre de Cristo? Y el
pan que partimos ¿no nos hace entrar en comunión con el cuerpo de Cristo? Pues
si el pan es uno solo y todos participamos de ese único pan, todos formamos un
solo cuerpo.
Palabra de Dios
Te alabamos, Señor.
Pablo alude en los
primero versículos de la primera Carta a los Corintios a la misma experiencia
de la primera lectura (vv. 16ss), aunque con un lenguaje distinto, el de la
liturgia tradicional de la «cena del Señor». Aquí, la humillación a la que es
sometido el hombre por la falta de pan es vista según la dimensión personal y real
de la «comunión» (dos veces aparece en el texto). El hombre necesitado de pan y
agua sólo puede vivir de la relación con Dios y los hermanos. Para expresar
este concepto, Pablo se vale de la experiencia eucarística que se vive en la
comunidad de Corinto. La participación y la comunión del pan eucarístico, a
través del cáliz y el pan del altar, ayudan a entrar en una relación personal, profunda
e íntima, con «el cuerpo de Cristo», es decir, con su vida y su amor.
La lectura que nos
propone la liturgia expresa la densa consecuencia que el apóstol deduce de esta
unión, por medio de la fe, con «el cuerpo de Cristo» (vv. 16ss). Puesto que el
cuerpo de Cristo es «un único pan» para muchos, todos los que nos acercamos a
la comunión
formamos «un solo cuerpo». Comiendo el cuerpo de Cristo nos
convertimos en «cuerpo de Cristo». O, dicho de otra forma, formamos entre
nosotros, que nos comunicamos con Cristo, un solo cuerpo, el cuerpo de Cristo:
«Incluso siendo muchos, somos un cuerpo solo». Puede parecer inverosímil, pero
es verdad: «Todos formamos un solo cuerpo».
Evangelio: Juan 6,51-58
Del Santo Evangelio según San Juan
Gloria a Ti, Señor.
En aquel tiempo Jesús dijo a los Judíos:
-Yo soy el pan vivo
bajado del cielo. El que come de este pan vivirá siempre. Y el pan que yo daré
es mi carne. Yo la doy para la vida del mundo.
Esto suscitó una fuerte
discusión entre los judíos, los cuales se preguntaban:
-¿Cómo puede éste
darnos a comer su carne?
Jesús les dijo:
-Yo les aseguro que si no comen la carne del Hijo del hombre y no
beben su sangre, no tendrán vida en ustedes. El que come mi carne y bebe mi
sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré el último día. Mi carne es verdadera
comida y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre
vive en mí y yo en él. El Padre, que me ha enviado,
posee la vida y yo vivo por él. Así también, el que me coma vivirá
por mí. Éste es el pan que ha bajado del cielo; no como el pan que comieron sus
antepasados. Ellos murieron, pero el que coma de este pan, vivirá para siempre.
Palabra del Señor
Gloria a Ti, Señor Jesús
El evangelio se puede
leer a la luz de la primera lectura, la dramática situación del pueblo en el desierto.
Dios ha conducido a Israel a una situación horrorosa. No existe ningún camino,
no tienen pan ni agua, no poseen mayor seguridad y nadie habla de una posible salvación.
Sólo mantienen una fe ciega en Dios y en su Palabra. La fe es suficiente. Es la
premisa del milagro del maná.
El evangelio completa
esta fusión entre la Palabra de Dios y el maná (pan) en la persona de Cristo,
quien dándose a sí mismo realiza la unidad de ambas. Sólo aquel que lo recibe
como alimento tiene en sí la Palabra de Dios y a Dios mismo, en cierto sentido.
Esto roza lo increíble. Jesús no explica cómo puede realizarse este milagro,
superior al maná que comieron los antepasadosen el desierto, que, después de
comerlo y quedar saciados, «murieron» (v. 58). Jesús quiere que, al participar en
la eucaristía, pensemos que en el desierto de nuestra vida también podemos
lanzarnos como hambrientos a los brazos de Dios.
Jesús no explica cómo
tiene lugar el milagro. Sin embargo, si precisa cómo él es «el pan de vida».
Prepara a los discípulos, por medio de la fe, a una afirmación aún
más asombrosa: el pan que le ofrece a los hombres para que
realmente lo coman es él. Por esto dice: «Mi carne es verdadera comida y mi
sangre es verdadera bebida» (v. 55). Sorprendentes palabras, porque, de no ser
así, comenta: «No tendréis vida en vosotros» (v. 53). Se refiere a la muerte en
cruz como ofrenda sacrificial de su carne entregada por nosotros para que
vivamos siempre con él. Jesús nos da a comer su propia carne inmolada en la
cruz para que «vivamos para siempre» (v. 58). Si nos tomamos en serio estas
palabras, descubrimos que la carne de Jesús inmolada en la cruz se convierte en
la
comunión eucarística en la unión profunda de vida con él.
Uniéndose a nosotros, a nuestra debilidad, Jesús se transforma en nuestro pan.
Todo esto es,
efectivamente, una locura divina, y supera cualquier esfuerzo humano que
intente captar su sentido insondable. Sólo se comprende si concebimos que Dios
es amor. Con sinceridad, preguntémonos si creemos real y verdaderamente en la
vida eterna. La vida eterna no es otra que la vida de Dios. Y nuestra vida se
encuentra en el amor de Dios, un amor tan grande quevence todas nuestras
debilidades. Y precisamente porque somos débiles, Dios viene en nuestra ayuda.
MEDITATIO
Nos impresionan las
palabras del Señor proclamadas en el evangelio de hoy. Significan que la
«muerte» no tiene ninguna posibilidad de acceso allí donde se come «el pan de
la vida». Sabemos que el pan de la vida es la carne de Jesús entregada para la
vida del mundo. Quien come su carne vive en Cristo. Es transformado en una realidad
eterna. Y desde ahora. Vive ya la vida eterna, que es propia de Dios.
Después, el futuro: «Y
yo lo resucitaré el último día». El horizonte de la eucaristía es la resurrección
de los muertos: «El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna».
Nunca más el horror del desierto, la angustia de la noche y las insidias del
camino, sino la vida eterna. Mejor aún, el misterio del amor que reina entre el
Padre y el Hijo en la Santísima Trinidad. La vida eterna está presente en quien
come el cuerpo de Cristo. Es una realidad tangible. Es una vida que extiende y propaga
el fuego inagotable de Dios y transforma al hombre, preparándolo para la «boda
eterna». Por cierto, siempre existe el riesgo de tropezar en las propias
limitaciones. Pero el Señor es el «pan vivo» que está continuamente a nuestra
disposición. Él nos ayuda a vivir en la fe, esperanza y caridad y a gustar
desde ahora, incluso sufriendo la soledad desierto, la verdad de la
resurrección. No por nada la vida eterna es la resurrección.
Ahora sólo nos queda
corear el gozo y la alegría de haber encontrado en el corazón de nuestra vida
un camino que no conocíamos. El camino que conduce a la resurrección. Desde
ahora, y hasta el final, la resurrección está aquí con nosotros: «El que come
mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré el último día» (Jn
6,54).
ORATIO
Te damos gracias, Dios
de eterno amor, por el regalo de la eucaristía, comunión y unión con Cristo y
los hermanos. Cuando participamos en la eucaristía no sólo nos unimos a Cristo
y formamos una sola cosa con él («un solo cuerpo»), sino que nos ponemos en
común
unión entre nosotros y nos convertimos en «un solo cuerpo» con
Cristo y los demás. Te pedimos perdón porque no siempre hemos experimentado el
misterioso e irresistible atractivo de la eucaristía, porque a veces hemos
gastado el tiempo en conseguir seguridades personales, embaucados por nuestros
egoísmos y atrapados por la desconfianza y la desesperación.
Te rogamos, Padre, que nos concedas el don de la sa biduría para
que comprendamos que la fatigosa peregrinación por el desierto de nuestra vida
es ya una confortable estancia en la patria del cielo. Porque «no sólode pan
vive el hombre», sino de ese «pan» que es él, en cuanto Hijo de Dios, enviado
al mundo para salvarlo. Te suplicamos que, comulgando del cuerpo de Cristo, nos
convirtamos en lo que somos, como nos dice san Agustín: cuerpo de Cristo y
miembros los unos de los otros.
Éste es el deseo profundo que queremos cultivar con la oración y
en el corazón: dejar que tú, Señor, obres este milagro en nosotros. Tú eres el
Señor, tú lo puedes todo. Amén.
CONTEMPLATIO
El unigénito Hijo de
Dios, queriendo que participáramos de su divinidad, asumió nuestra naturaleza y
se hizo hombre para hacer de nosotros, hombres, dioses. Todo lo que asumió lo
estimó para nuestra salvación.
De hecho, le ofreció a Dios Padre su cuerpo como víctima sobre el
altar de la cruz para nuestra reconciliación. Derramó su sangre haciéndola
valer como justiprecio y no como simple aspersión, para que -redimidos de la humillante
esclavitud- fuésemos purificados de todos los pecados. Con el fin de que
quedara en nosotros un recuerdo constante de tan gran beneficio, les dejó a sus
fieles su cuerpo como comida y su sangre como bebida, bajo las especies del pan
y el vino.
¡Oh inapreciable y maravilloso banquete que a los comensales les
da la salvación y la alegría sin fin! ¿Qué puede haber más grande que esto? No se
ofrecen suntuosas canes de becerros y machos cabríos, como en la antigua ley,
sino a Cristo, verdadero Dios, como alimento. ¿Qué puede existir más sublime
que este sacramento? En realidad, ningún sacramento es tan saludable como éste:
por su virtud son borrados los pecados, crecen las buenas disposiciones, y la
mente es enriquecida con todos los carismas espirituales. En la Iglesia, la
eucaristía, habiendo sido instituida para la salvación de todos, es ofrecida
por los vivos y por los muertos, para provecho de todos.
Nadie puede expresar la suavidad de este sacramento. Se gusta la
dulzura espiritual en la misma fuente y se hace memoria de la altísima caridad,
que Cristo ha demostrado en su pasión (Santo Tomás de Aquino, Opusc. 57,
en la fiesta del Corpus Christi, lect. 1-4).
ACTIO
Repite con frecuencia y vive hoy la Palabra:
«El que come de este pan vivirá siempre» (Jn 6,51).
PARA LA LECTURA ESPIRITUAL
Cuando en 1975 me metieron en la cárcel, se abrió camino dentro de
mí una pregunta angustiosa: «¿Podré seguir celebrando la eucaristía?». Fue la
misma pregunta que más tarde
me hicieron los fieles. En cuanto me vieron, me preguntaron: «Ha
podido celebrar la santa misa?».
En el momento en que
vino a faltar todo, la eucaristía estuvo en la cumbre de nuestros pensamientos:
el pan de vida. «El que come de este pan vivirá siempre. Y el pan que yo daré
es mi carne. Yo la doy para la vida del mundo» (Jn 6,51).
¡Cuántas veces me
acordé de la frase de los mártires de Abitene (siglo IV), que decían: «Sine
Dominico non possumus!». («¡No podemos vivir sin la celebración de la
eucaristía»).
En todo tiempo, y
especialmente en época de persecución, la eucaristía ha sido el secreto de la
vida de los cristianos. La comida de los testigos, el pan de la esperanza.
Eusebio Cesarea
recuerda que los cristianos no dejaban de celebrar la eucaristía ni siquiera en
medio de las persecuciones: «Cada lugar donde se sufría era para nosotros un
sitio para celebrar..., ya fuese un campo, un desierto, un barco, una posada,
una prisión...». El martiriológico del siglo XX está lleno de narraciones
conmovedoras de celebraciones clandestinas de la eucaristía en campos de
concentración. ¡Porque sin la eucaristía
no podemos vivir la vida de Dios! [...].
Cuando me arrestaron,
tuve que marcharme en seguida, con las manos vacías. Al día siguiente me
permitieron escribir a los míos para pedir lo más necesario: ropa, pasta de
dientes... Les puse: «Por favor, enviadme un poco de vino como medicina contra
el dolor de estómago». Los fieles comprendieron en seguida.
Me enviaron una
botellita de vino de misa, con esta etiqueta: «Medicina contra el dolor de
estómago», y hostias escondidas en una antorcha contra la humedad.
La policía me preguntó:
-¿le duele el estómago?
-Sí.
-Aquí tiene una medicina para usted.
Nunca podré expresar mi
gran alegría: diariamente, con tres gotas de vino y una gota de agua en la
palma de la mano, celebré la misa. Éste era mi altar y ésta era mi catedral!
Era
la verdadera medicina del alma y del cuerpo: «Medicina de inmortalidad,
remedio para no morir, sino para vivir siempre en Jesucristo», como dice
Ignacio de Antioquía.
A cada paso tenía ocasión de extender los brazos y clavarme en la
cruz con Jesús, de beber con él el cáliz más amargo.Cada día, al recitar las
palabras de la consagración, confirmaba con todo el corazón y con toda el alma
un nuevo pacto, un pacto eterno entre Jesús y yo, mediante su sangre mezclada
con la mía. ¡ Han sido las misas más hermosas de mi vida! (F. X. Nguyen Van Thuan,
Testigos de esperanza. Ejercicios espirituales dados en el Vaticano en
presencia de S. S. Juan Pablo II, Ciudad Nueva, Roma 72000, 143-146;
traducción, Juan Gil Aguilar).
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