La vocación es un regalo, no un mérito, la reciben los humildes de corazón
17 de septiembre
¿Dónde, Señor, podré servirte mejor que en el claustro y bajo el estandarte del Pobrecillo de Asís? Y él, viendo mi turbación, sonreía, sonreía por largo tiempo; y esta sonrisa dejaba en mi corazón una dulzura inefable; a veces lo sentía verdaderamente a mi lado, me parecía ver su sombra; y mi carne, todo mi ser, se alegraba en su Salvador, en su Dios.
Y yo entonces sentía dos fuerzas dentro de mí, que luchaban entre sí y que laceraban el corazón. El mundo, que me quería para sí, y Dios, que me llamaba a una vida nueva. ¡Dios mío!, ¿quién podrá manifestar ahora aquel martirio interno que tenía lugar en mí?
El solo recuerdo de aquella lucha intestina, que se daba entonces dentro de mí, hace que se me hiele la sangre en las venas, y eso que han pasado ya, o están para pasar, veinte años.
¡Sentía la voz del deber de obedecerte a ti, Dios verdadero y bueno!; pero los enemigos tuyos y míos me tiranizaban, me dislocaban los huesos, me escarnecían y me contorcían las vísceras!
Quería obedecerte a ti, mi Dios, mi Esposo. Éste era siempre el sentimiento que primaba en mi mente y en mi corazón; pero ¿dónde reunir las fuerzas que pudieran aplastar, con pie firme y decidido, primero los falsos halagos y después la tiranía de un mundo que no es tuyo?
¡Tú lo sabes, Señor: las amargas lágrimas que yo derramaba delante de ti en aquellos días luctuosísimos! Tú lo sabes, Dios de mi alma: los gemidos de mi corazón, las lágrimas que bajaban de estos ojos. Tú tenías la prueba incontestable de aquellas lágrimas y de lo que expresaban, de almohadas que quedaban empapadas. Deseaba y siempre quería obedecerte, pero la vida me capturaba. Quería morir antes que dejar de responder a tu llamada.
Pero tú, Señor, que hiciste experimentar a tu hijo todos los efectos de un verdadero abandono, te levantaste al fin, me extendiste tu mano poderosa y me llevaste al lugar a donde ya anteriormente me habías llamado. Te sean dadas, Dios mío, infinitas alabanzas y acciones de gracias.
Tú aquí me escondiste a los ojos de todos; pero ya desde entonces habías confiado a tu hijo una misión grandísima, misión que sólo por ti y por mí es conocida. ¡Dios mío, Padre mío!, ¡¿cómo he correspondido a esta misión?!
No lo sé. Pero sé solamente que quizás debía haber hecho más, y éste es el motivo de la actual inquietud de mi corazón.
Inquietud que siento que se va agigantando dentro de mí en estos días de retiro espiritual.
(Noviembre de 1922, a las hermanas Campanile – Ep. III, p. 1005)
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