Bautismo: Prenda de vida eterna
23 de marzo
Nosotros tenemos una doble vida: una, natural, que la obtenemos de Adán por generación carnal, y, como consecuencia, es una vida terrena, corruptible, amante de nosotros y llena de bajas pasiones; la otra, sobrenatural, que la obtenemos de Jesús a través del bautismo y, por lo mismo, es una vida espiritual, celestial, obradora de virtud. Por el bautismo se da en nosotros una verdadera transformación: morimos al pecado y nos injertamos en Cristo Jesús de tal manera que vivimos de su misma vida. Por el bautismo recibimos la gracia santificante que nos da vida, toda celestial; nos convertimos en hijos de Dios, hermanos de Jesús y herederos del cielo.
Ahora bien, si por el bautismo el cristiano muere a su primera vida y resucita a la segunda, es deber de todo cristiano buscar las cosas del cielo, sin preocuparse para nada de las cosas de esta tierra. Esto mismo lo insinúa el apóstol san Pablo a los Colosenses: «Así pues – dice este gran santo –, ya que habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios».
Sí, el cristiano en el bautismo resucita en Jesús, es elevado a una vida sobrenatural, adquiere la hermosa esperanza de sentarse glorioso en el trono celestial. ¡Qué dignidad! Su vocación le exige desear continuamente la patria de los bienaventurados, considerarse como peregrino en tierra de destierro; la vocación del cristiano, digo, exige no poner el corazón en las cosas de este mundo terrenal; todo la preocupación, todo el esfuerzo del buen cristiano, que vive según su vocación, está dirigido a procurarse los bienes eternos; debe conseguir un modo de enjuiciar las cosas de aquí abajo como para estimar y apreciar sólo aquellas que le ayudan a alcanzar los bienes eternos, y tener, además, por viles todas aquellas que no le sirven para ese fin.
(16 de noviembre de 1914, a Raffaelina Cerase – Ep. II, p. 226)
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