Ecce Home





Paz y Bien

<< Ecce Home>> <<He ahí al Hombre>> (Jn 19, 5)

Después de nuestro encuentro la semana pasada hoy te invito mi muy querido lector y me invito a mí también, el mayo r de los pecadores a contemplar  a “El Hombre”. Sí, contemplar a Jesús después de que le hemos visto  en el Huerto de los Olivos, ahora le vemos vestido de púrpura andrajosa y espesa de sangre, sí de su sangre purísima. Le contemplo con la caña en la mano y coronado de espinas, con esas puntas atroces que le penetran sus sienes divinas. Le contemplo y traigo a mi mente el lugar donde acontece todo esto. Le veo mostrado desde un lugar alto por Pilato al pueblo judío para que se apiade de Él; y,  el pueblo no se apiada. ¡El pueblo le condena! ¡El pueblo le grita! ¿El pueblo le señala! El pueblo con voz infernal grita: “¡Crucifícale!” “¡Crucifícale!” “¡Crucifícale!” y como cordero llevado al matadero lo, lo mandan a padecer por el amor que me tiene.

“Ecce Homo”

Pilato entra en el lugar donde le tienen a Jesús. Yo me encuentro ahí y soy testigo, testigo y cómplice del dolor tan atroz de “Aquel Hombre”. Soy testigo y cómplice de la Sangre inocente y santa que corre a raudales por el suelo para lavar, para purificar, para limpiar mis pecados. Sigo ahí contemplado cómo mis amigos se mofan de Él, lo golpean, lo hieren, lo escupen y yo… ¡yooo… Ahí!. Le veo a aquél Hombre desfigurado sin aspecto de Hombre, como alguien que no es un ser humano sino un rostro. Su aspecto está tan desfigurado, tan dolorido, ¡tan lamentable! Que pienso que por el sólo hecho de que Pilato lo presente al pueblo, el pueblo le perdonará, el pueblo se compadecerá del Él, ¡el pueblo lo indultará! Pienso en mis adentros, pero yo sigo ahí sumándome a la maldad. No se calma el furor del pueblo, se enciende más y más.

Viene Pilato, lo conduce de la mano y aquél Hombre “Varón de dolores” casi no puede sostenerse en pie, es muy grande el peso y el precio por mis culpas. Pilato lo lleva a un lugar elevado, de donde todos lo puedan contemplar, lo exhibe a la vista de todos. El nos mira, me mira a mí, pero no quiero mirarle, no quiero cruzar mis ojos con los suyos, me habla, me susurra al oído, pero yo no lo quiero escuchar. Pilato lo presenta al Pueblo, el pueblo con mayor insistencia gritaba “¡Crucifícalo!” “¡Crucifícalo!”. Pilato no encuentra ninguna culpa en este Hombre, lo único que encuentra es que sólo ha hecho el bien. Vean al Hombre aquí está, yo no encuentro en Él culpa alguna –dice Pilato- . Jesús es exhibido ante todo el pueblo, pobre, desnudo, y sin nadie que lo defendiera. Sólo María estaba ahí sufriendo lo insufrible. Y entonces Aquel Hombre que había nacido pobre y humilde en un pesebre, termina pobre y humilde, desnudo en una cruz a la vista de todos.

Sí contémplale desnudo y cruelmente azotado, desollado el cuerpo y llagado, no hay parte ilesa en su Santísimo cuerpo. Tiene en su cuerpo las señales de la pasión los latigazos, las disciplinas, los cardenales. No tiene otra cosa sobre sus carnes más que aquel andrajo viejo que le habían puesto los soldados y que ni siquiera se le distinguía entra la sangre que vertía de su santísimo cuerpo y el manto que le habían puesto. Los soldados le jalan de un lado para otro, lo atan con cadenas, lo insultan y yo, ¡yo sigo allí!

Le contemplo llevando la corona de espinas con las espinas punzantes que  le traspasan sus sienes divinas abriendo hilos de sangre sobre su frente que le bajan hasta su cara y se prolongan hasta su cuerpo. Le llevan atado de sus manos con grilletes, como reo, como delincuente, en medio de sus manos  la caña cual cetro de un rey.

Le contemplo con sus ojos empañados, llorosos, llenos de lagrimas que de ellos salían,  provocadas por el dolor, el sufrimiento, la impotencia de no poder ya gritarle al mundo ¡cuánto nos ama! Y yo sigo allí. Viéndoles sus mejillas sonrosadas, pero llenas de sangre y afeadas con las salivas que le habían escupido, su barba destilando la sangre cual sudor del jornalero en plena jornada bajo el sol del medio día.

Le contemplo todo completo y me doy cuenta que sus piernas flaquean, temblorosas por la falta de fuerzas, por el miedo y porque no quedaba más sangre en su cuerpo. Lo veo todo humillado y encorvado con el peso de la afrenta y el dolor

Le contemplo delante de todo el pueblo y yo continúo allí. Pilato nos dice: “¡He ahí al Hombre!”. ¡Mírale! ¡Contémplale! ¡Mira a este hombre! Que se llama Rey, Mesías e Hijo de Dios. Está tan castigado y desfigurado, que apenas parece hombre; pero es Hombre con Tú, como yo. Compadécete del él. Alma mía, contempla a este Hombre y compadécete de su dolorosa figura.

Contémplalo bien y entonces te identificarás con aquellas palabras de la Sagrada Escritura: Gusano soy, y no hombre; oprobio de los hombres y desecho del pueblo (Sal 22,6). Él, el más hermoso que todos los hijos de los hombres (Sal 45,2).

Contemplo y te invito a que contemples, pues, a este Hombre-Dios, al cual desearon ver tantos reyes, tantos patriarcas y profetas. Mirémosle a este Hombre para escuchar sus palabras porque Él es el Maestro que el Padre Eterno nos ha dado. Miremos a este Hombre para imitarlo y seguir su pasos, porque no hay otro camino para ser salvado sino Él y sólo Él. Miremos a este Hombre para llorar y hacer penitencia, pues nosotros, con nuestros pecados, le crucificamos.  Contemplémosle como en un espejo y dejemos hermosear por Él, porque sólo su Sangre de este Hombre es capaz de purificarnos y hacernos merecedores de su Reino, sólo ahí brillará la hermosura que nos ha compartido desde antes de la creación del mundo.
Paz y Bien

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