Condenado a muerte
8 de marzo
Dios, Dios, no quiero, no, desesperarme; no quiero, no, injuriar a tu infinita bondad; pero, no obstante todos los esfuerzos por confiar, siento en mí, vivo y claro, el oscuro cuadro de tu abandono y tu rechazo.
Dios mío, yo confío, pero esta confianza está llena de temores; y es esto lo que hace más amarga mi aflicción.
Oh Dios mío, si yo pudiera convencerme, aunque mínimamente, que este estado no es un rechazo de tu parte y que yo no te ofendo, estaría dispuesto a sufrir, y centuplicado, este martirio.
Dios mío, Dios mío… ¡ten piedad de mí!
Padre mío, ayúdeme con sus oraciones y con las de otros. ¡Cómo querría no sentir esta pena amarguísima! He dejado todo para agradar a Dios, y mil veces habría dado mi vida para sellar mi amor por él; y ahora, oh Dios, qué amargo me resulta experimentar en lo íntimo del corazón que él está irritado contra mí; y no puedo, no, encontrar paz en mi desventura. Mi corazón tiende irresistiblemente y con todo su ímpetu hacia su Señor; pero una mano de hierro me rechaza siempre… Figúrese un pobre náufrago, agarrado a una tabla de salvación, a quien cada ola y cada ráfaga de viento amenazan con anegarlo.
O mejor, figúrese mi estado presente semejante al de un condenado a muerte, que siente palpitar continuamente el corazón porque espera ser conducido al patíbulo de un momento a otro. Y este estado me hace sufrir en la más oscura noche, cuando me esfuerzo más que nunca por encontrar a mi Dios.
(20 de febrero de 1922, al P. Benedicto de San Marcos in Lamis Ep. I, p.1263)
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