Fuego que consume y no termina...




3 de marzo

A veces me pregunto si habrá almas que no sientan arder el pecho con el fuego divino, especialmente cuando se encuentran ante él, en el sacramento. Esto me parece imposible, sobre todo si se trata de un sacerdote, de un religioso. Quizás las almas que afirman que no sienten este fuego, no lo sienten porque tal vez su corazón es más grande. Sólo con esta benigna interpretación me es posible no aplicarles el vergonzoso calificativo de mentirosos.

Hay momentos en que se me presenta a la mente la severidad de Jesús, y es entonces cuando sufro amargamente; me pongo a considerar sus bromas y esto me llena de gozo. No puedo no abandonarme a esta dulzura, a esta felicidad… ¿Qué es, padre mío, lo que siento? Tengo tanta confianza en Jesús que, incluso si viera el infierno abierto ante mí y me encontrara a la orilla del abismo, no desconfiaría, no me desesperaría, confiaría en él.

Tal es la confianza que me inspira su mansedumbre. Cuando me pongo a considerar las grandes batallas contra el demonio que, con la ayuda divina, he superado, son tantas que no es posible contarlas.

¡Quién sabe cuántas veces mi fe habría vacilado y mi esperanza y mi caridad se habrían debilitado, si él no me hubiera tendido la mano; y mi intelecto se habría oscurecido, si Jesús, sol eterno, no lo hubiera iluminado!

Reconozco también que soy del todo obra de su infinito amor. Nada me ha negado; más aún, tengo que manifestar que me ha dado más de lo que le he pedido.

 (3 de diciembre de 1912, al P. Agustín de San Marcos in Lamis – Ep. I, p. 316)

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