Deseo Ardiente!




29 de marzo

Tú me pides un juicio sobre tu amor a Dios. Pero, queridísimo hijo, ¿cómo es posible que no sientas tú mismo este amor en tu espíritu? ¿Qué otra cosa es ese deseo ardiente que tú mismo me manifiestas en tu carta? ¿Quién ha puesto en el corazón ese deseo ardiente de amar al Señor? ¿Acaso los deseos santos no vienen de él? Si en un alma no hubiera más que el deseo ardiente de amar a su Dios, ahí ya está todo; ahí está el mismo Dios; porque Dios sólo no está donde no hay deseo de su amor. Por tanto, queda muy tranquilo en relación a la existencia del amor divino en tu corazón. Y si este anhelo tuyo no queda satisfecho, si te parece que deseas cada vez más, sin llegar a poseer el amor perfecto, no veas en ello una prueba de que te falta el amor de Dios; manifiesta más bien que tú no debes decir nunca ¡ya basta!; quiere decir que tú no puedes y no debes detenerte en el camino del amor divino y de la santa perfección.

Tú sabes bien que el amor perfecto se alcanzará cuando se posea el objeto de este amor, que, en nuestro caso, es el mismo Dios; por tanto ¿a qué vienen tantas inquietudes y tantos desánimos inútiles?

Desea siempre, desea con mayor confianza, y no temas. ¿Cómo es posible que un alma que se ha consagrado totalmente al celestial Amor, que busca con la ayuda divina agradarle, que desea y anhela cada día más las aguas purísimas de este divino amor, cómo es posible, digo, que pueda un día salir de este mundo árida, fría, sin deseo de Dios? ¿Cómo es posible, digo, que esta alma salga de este mundo con la señal de la eterna reprobación? ¿No te parece una contradicción? Y el creer todo eso ¿no sería una ofensa a la divina bondad, que, no sólo no rechaza a las almas arrepentidas, sino que va siempre en busca de las almas obstinadas?

 (29 de marzo de 1918, a Fray Manuel de San Marco la Catola – Ep. IV, p. 424)


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